10 meses de escuchar vale, joder, tío
Mi idea, desde el principio, fue venirme para
buscar la oportunidad y quedarme. Una idea (la de emigrar) que venía queriendo
desde hace bastante tiempo. Pero, supongo, se imaginarán que una cosa es jugar
con una idea en la cabeza estando en tu casa, en tu ciudad, en tu país, con tu
familia y amigos alrededor, con toda esa seguridad. Y otra es, en un confuso
episodio, tener que decidir dar el paso, o el salto, o como quieran llamarle,
en el lapso de un mes.
Lo cierto es que, si bien tengo la ciudadanía
española y eso me significó varias facilidades, mi primera opción no fue
España. Mi sueño de irme a otro país, desde hace años, siempre estuvo pintado
con los colores de la ‘land of the free, home of the brave’. Sí, Estados
Unidos. De hecho, el plan maestro comenzó en 2014, cuando empecé toda la odisea
de aplicar para hacer un intercambio universitario a Chicago. No, me corrijo.
La idea del plan empezó en 2012, cuando averigüé por primera vez para hacer ese
intercambio y, sabias recomendaciones de por medio, decidí postergar el intento
para cuando estuviese más cerca de terminar mi licenciatura en Periodismo. Para
no estar preocupándome al pedo por equivalencias de materias y esas cosas. Fue
así que esperé dos años, apliqué en 2014, y en 2015 estuve viviendo seis meses en Chicago. Sin dudas, una de las mejores experiencias que me ha tocado vivir
hasta el momento.
El plan maestro, retomando el hilo conductor,
era probarme a mí mismo que podía vivir solo por seis meses fuera del país, para
más adelante volver a EEUU a hacer una maestría. Estuve cerca. Hace un par de
años llegué a la última instancia de selección de las famosas becas Fulbright.
De cientos de aplicantes quedé en los últimos 30 y pico, los preseleccionados. Y en la decisión
final, la de los 15 seleccionados, quedé fuera. Mi único consuelo aquel día fue
que las becas se las dieron todas a personas cuyas ramas de estudio eran las
ciencias exactas o las ciencias naturales. No había ninguna a nadie que
quisiera estudiar periodismo ni algo relacionado. Menos mal. Me salvó de la
locura. Al año siguiente apliqué de nuevo a la misma beca y no pasé ni la
primera etapa. Pero ese barco ya había zarpado.
Con la primera opción ya fuera del plan, y sin
intenciones de darme por vencido, me dije: ‘Listo, tengo pasaporte español, en 2016 fui a conocer Barcelona, me gustó, sé algo de catalán, voy a buscarme algo
por España, por Barcelona, o por Bilbao, que tengo familiares’. Y ahí se
reactivó el plan. Y hoy estoy acá, llevo 10 meses viviendo en Madrid, después
de un confuso episodio, y con una maestría hecha en medio de una pandemia. Planear, evidentemente y en mi caso, sirve para ponerme en movimiento pero no para llevarme a los puntos que creo querer en un momento determinado.
Mi miedo desde el primer día fue perder el
acento argentino. Lo sigue siendo. He conocido gente argentina que está viviendo hace muchos
años acá y han sucumbido al ‘vale, joder, tío’, abandonando el ‘dale, la concha
de la lora, boludo’. Algo que me retuerce los sesos. ¿Cómo es posible? ¿Terminaré
yo así dentro de algunos años? Miedo. No me malinterpreten, no es nada en
contra de esta patria que me ha abierto las puertas. Es más una situación de no
sos vos, soy yo. Por ende, me he convertido en un apologista del ‘che’, del ‘boludo’,
y de las elles sonando como eshes. Del ‘un montón’, en vez de ‘mogollón’. Y
otras varias palabras que, en un futuro, convertiré en una publicación de este
blog. Porque hay algunas cosas que… ¡chamigo! A veces es un contrasentido no
entender tu propio idioma.
10 meses. Unos 300 días en los que vengo
aprendiendo un montón (¡mogoshón!) de cosas, conociendo excelentes personas,
descubriendo que puedo defenderme más o menos bien en la cocina. O, por lo
menos, mejor de lo esperado. He convivido bajo el mismo techo con varias personas que no hubiera imaginado en mi vida. Pasé por tres casas distintas. En
diciembre adopté como segundo equipo al Atlético de Madrid. Mi mejor amigo es un colombiano fanático de Armani. Caminé por calles
desconocidas con la incertidumbre maravillada de un turista y ahora camino las
mismas calles con la inmutabilidad de un residente. Y, como si fuera salido de una novela distópica de ciencia ficción, estoy sobreviviendo una pandemia,
caminando esas calles con una mascarilla (o barbijo o tapabocas).
Qué sé yo. Como me dijo hace poco una persona
que admiro, no puedo hacer un balance todavía de algo que no terminó. No
obstante, quería simplemente dejar asentado que ya han pasado diez meses de
escuchar ‘vale, joder, tío’, y yo sigo diciendo ‘che’. Que Dios y la Patria me
lo demanden.
Descubrí tu blog hace poco. Hoy me he detenido a leer más cosillas que, por cierto, me están gustando mucho. Este post me ha sacado unas sonrisas, me he sentido identificada en muchos aspectos ¡Gracias por compartir! Te mando un saludo.
ResponderEliminar¡Hola, Estefanía! Muchas gracias por tu comentario, de verdad. ¡Bienvenida, pues! Y me alegro de que te guste el blog :) ¡Saludos!
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