10 meses de escuchar vale, joder, tío


Si me preguntabas hace exactamente un año qué iba a ser de mi vida, no tenía ni la más remota idea de que iba a estar en Madrid, España, con un máster hecho, y, además, estar sobreviviendo a una pandemia mundial. Posta. A finales de agosto del año pasado recién había empezado con los trámites de admisión, cartas de recomendación, solicitud de becas, y otras hierbas. En septiembre me llegó la ‘enhorabuena’, que la candidatura había sido evaluada positivamente. En el medio, una entrevista telefónica por WhatsApp con alguien hablándome en español de España. Y un 13 de octubre, llegué a España. Hoy, 13 de agosto, se cumplen 10 meses de eso y decime si la vida no puede cambiar en tan poco tiempo que te lo acabo de resumir en algunas pocas líneas.

 

Mi idea, desde el principio, fue venirme para buscar la oportunidad y quedarme. Una idea (la de emigrar) que venía queriendo desde hace bastante tiempo. Pero, supongo, se imaginarán que una cosa es jugar con una idea en la cabeza estando en tu casa, en tu ciudad, en tu país, con tu familia y amigos alrededor, con toda esa seguridad. Y otra es, en un confuso episodio, tener que decidir dar el paso, o el salto, o como quieran llamarle, en el lapso de un mes.

 

Lo cierto es que, si bien tengo la ciudadanía española y eso me significó varias facilidades, mi primera opción no fue España. Mi sueño de irme a otro país, desde hace años, siempre estuvo pintado con los colores de la ‘land of the free, home of the brave’. Sí, Estados Unidos. De hecho, el plan maestro comenzó en 2014, cuando empecé toda la odisea de aplicar para hacer un intercambio universitario a Chicago. No, me corrijo. La idea del plan empezó en 2012, cuando averigüé por primera vez para hacer ese intercambio y, sabias recomendaciones de por medio, decidí postergar el intento para cuando estuviese más cerca de terminar mi licenciatura en Periodismo. Para no estar preocupándome al pedo por equivalencias de materias y esas cosas. Fue así que esperé dos años, apliqué en 2014, y en 2015 estuve viviendo seis meses en Chicago. Sin dudas, una de las mejores experiencias que me ha tocado vivir hasta el momento.

 

El plan maestro, retomando el hilo conductor, era probarme a mí mismo que podía vivir solo por seis meses fuera del país, para más adelante volver a EEUU a hacer una maestría. Estuve cerca. Hace un par de años llegué a la última instancia de selección de las famosas becas Fulbright. De cientos de aplicantes quedé en los últimos 30 y pico, los preseleccionados. Y en la decisión final, la de los 15 seleccionados, quedé fuera. Mi único consuelo aquel día fue que las becas se las dieron todas a personas cuyas ramas de estudio eran las ciencias exactas o las ciencias naturales. No había ninguna a nadie que quisiera estudiar periodismo ni algo relacionado. Menos mal. Me salvó de la locura. Al año siguiente apliqué de nuevo a la misma beca y no pasé ni la primera etapa. Pero ese barco ya había zarpado.

 

Con la primera opción ya fuera del plan, y sin intenciones de darme por vencido, me dije: ‘Listo, tengo pasaporte español, en 2016 fui a conocer Barcelona, me gustó, sé algo de catalán, voy a buscarme algo por España, por Barcelona, o por Bilbao, que tengo familiares’. Y ahí se reactivó el plan. Y hoy estoy acá, llevo 10 meses viviendo en Madrid, después de un confuso episodio, y con una maestría hecha en medio de una pandemia. Planear, evidentemente y en mi caso, sirve para ponerme en movimiento pero no para llevarme a los puntos que creo querer en un momento determinado.

 

Mi miedo desde el primer día fue perder el acento argentino. Lo sigue siendo. He conocido gente argentina que está viviendo hace muchos años acá y han sucumbido al ‘vale, joder, tío’, abandonando el ‘dale, la concha de la lora, boludo’. Algo que me retuerce los sesos. ¿Cómo es posible? ¿Terminaré yo así dentro de algunos años? Miedo. No me malinterpreten, no es nada en contra de esta patria que me ha abierto las puertas. Es más una situación de no sos vos, soy yo. Por ende, me he convertido en un apologista del ‘che’, del ‘boludo’, y de las elles sonando como eshes. Del ‘un montón’, en vez de ‘mogollón’. Y otras varias palabras que, en un futuro, convertiré en una publicación de este blog. Porque hay algunas cosas que… ¡chamigo! A veces es un contrasentido no entender tu propio idioma.

 

10 meses. Unos 300 días en los que vengo aprendiendo un montón (¡mogoshón!) de cosas, conociendo excelentes personas, descubriendo que puedo defenderme más o menos bien en la cocina. O, por lo menos, mejor de lo esperado. He convivido bajo el mismo techo con varias personas que no hubiera imaginado en mi vida. Pasé por tres casas distintas. En diciembre adopté como segundo equipo al Atlético de Madrid. Mi mejor amigo es un colombiano fanático de Armani. Caminé por calles desconocidas con la incertidumbre maravillada de un turista y ahora camino las mismas calles con la inmutabilidad de un residente. Y, como si fuera salido de una novela distópica de ciencia ficción, estoy sobreviviendo una pandemia, caminando esas calles con una mascarilla (o barbijo o tapabocas).

 

Qué sé yo. Como me dijo hace poco una persona que admiro, no puedo hacer un balance todavía de algo que no terminó. No obstante, quería simplemente dejar asentado que ya han pasado diez meses de escuchar ‘vale, joder, tío’, y yo sigo diciendo ‘che’. Que Dios y la Patria me lo demanden.

Comentarios

  1. Descubrí tu blog hace poco. Hoy me he detenido a leer más cosillas que, por cierto, me están gustando mucho. Este post me ha sacado unas sonrisas, me he sentido identificada en muchos aspectos ¡Gracias por compartir! Te mando un saludo.

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    1. ¡Hola, Estefanía! Muchas gracias por tu comentario, de verdad. ¡Bienvenida, pues! Y me alegro de que te guste el blog :) ¡Saludos!

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