Un algo de esperanza

Llegó la segunda entrega de la serie del San Marcos Fútbol Clú! La primera reunión del empresario don Manuel Herrera con los jugadores. Los muchachos del San Marcos no paran de perder un partido tras otro. ¿Alcanzará una locura para cambiar la suerte? (Continuación de "Destino de gol")



Un algo de esperanza

Ni bien estacionó su lujoso BMW en el estacionamiento del club San Marcos, su hija salió corriendo en dirección a la cancha, sin esperarlo. Era sábado y su recientemente adquirido plantel se despediría del viejo entrenador anterior (y dueño del equipo) al final de ese partido. Era el comienzo del cambio, para bien o para mal.

Los dos sabían que estaban llegando tarde, pero primero habían tenido que dejar a los mellizos en un campo de deportes para un torneo intercolegial de fútbol y el viaje fue un poco más largo de lo esperado. El GPS casi que los llevó para cualquier otro lado, menos al lugar donde querían ir. Para colmo, su mujer, Romina, no los había podido llevar porque estaba aprovechando el fin de semana para sumergirse en una sesión de spa. El hecho de que, absolutamente de la nada, él hubiera comprado un club de fútbol, no le había caído para nada bien. Y cuando se ponía demasiado nerviosa, ábrete sésamo a las puertas del spa.

- ¡Esperame Dani! ¡Te vas a perder!- gritó Manuel, mientras se bajaba y cerraba la puerta del auto. Su hija no lo quiso escuchar.

Él estaba preocupado porque se imaginó una cancha rebosante de espectadores. Porque, claro, el San Marcos Fútbol Club, del barrio San Marcos, la gente suele hacerse eco de esos sentimientos de pertenencia futbolísticos. Ya habían ido a mirar un par de partidos, antes de que Romina estallara de furia, antes de la adquisición del club. Pero eran partidos de poca trascendencia. Este, justo para el que llegaban tarde, era contra uno de los equipos que peleaban la punta del campeonato. Por lo que se imaginó a la pequeña grada de madera al costado de la cancha desbordando de gente. El Deportivo de Villa Rosa era uno de los que seguramente se haría con una de las tres plazas para ascender a la próxima categoría.

Bordeó al trote el tejido que separaba el estacionamiento del campo de juego y cuando la lona tan verde como sucia le permitió ver, el panorama era todo menos alentador. Su hija ya se estaba acomodando en la grada. Con ella eran cinco las personas que miraban el partido. Una de ellas, por la pinta y el cuaderno en el que anotaba, era quien llevaba las estadísticas para la Asociación de Fútbol del Conurbano (la AFC). Era un barrigón canoso y bigotudo, de anteojos, y vestido con ropa deportiva, aunque muy lejos de poder realizar un pique corto sin morir en el intento.

Además de esos pocos espectadores estaban los jugadores, los tres árbitros, los dos entrenadores y Dios y San Pedro mirando desde arriba. Los protagonistas del encuentro corrían sin parar, de un lado al otro, zambullidos en el barro viscoso de la cancha. Es que había llovido sin parar todo el día anterior.

Mientras subía para sentarse junto a Daniela le preguntó al veedor barrigón de la AFC cómo iba el partido. Después se arrepintió.

- 6-0 gana el Depor, ni que fuera partido de tenis- dijo burlonamente- recién empezó el segundo tiempo.

Tras un gesto adusto y áspero, que intentó hacer pasar por un “gracias”, se desplomó pesadamente en la casi desolada grada. En qué me metí, pensó, siguiendo la pelota con los ojos. Y también pensando en que su mujer,  seguro paseándose de bata en el spa, quizás y solo quizás tuvo razón en ese “vos sos un pelotudo, Manu”.

*

Guillermo, el jardinero, el salvador de las rosas de Romina, se paró con los brazos en jarra en la mitad de la cancha. Como si fuera en cámara lenta vio como el árbitro echaba por doble amarilla a uno de sus compañeros. Ahora perdían 6-0 y jugaban con nueve. Si ya con once se las habían visto negras, con diez perdieron completamente las esperanzas, con nueve era, por ende, el caos apocalíptico. Miró a la grada como pidiendo ayuda y se encontró con la mirada perdida de Manuel Herrera, y con la de su pequeña hija que sí se estaba posando en él.

Esa chica de doce años había sido, de alguna extraña manera, la que convenció al empresario de que comprara el club. Ahora, a juzgar por sus caras, se estaban dando cuenta de que habían comprado el Titanic. Pero justo después de que hubiera chocado con el iceberg. Y ellos, los jugadores del San Marcos, no eran más que los músicos que armonizaban el fin.

¿Es que cómo vamos a ganar algo con este equipo?, se dijo Guillermo. Si somos dos los que jugamos nomás.

Tenía razón. Los talentosos eran él y su compañero de paredes, Jorgito el albañil. Entre ellos dos era el “tocá y andá a buscar” clásico. Con eso ya podían cada tanto hacer estragos en algunas defensas rivales, pero no en ese partido. Y mucho menos en esas circunstancias. Guillermo Rivas y Jorgito Sánchez estaban atados al destino del tren sin frenos de jugar con nueve contra el Depor de Villa Rosa.

El capitán rival acomodaba la pelota. El jardinero se amontonaba en la barrera con tres de sus compañeros. Era inútil, ese mismo pibe ya les había metido dos goles de tiro libre, ambos casi desde ese mismo lugar. Parecía una broma de mal gusto.

Con la pelota enfrente, una mano cubriéndose los huevos y con la otra el corazón, evaluó mentalmente con qué problema se encontraría Manuel Herrera cuando se hiciera cargo del equipo. Jugadores que tenían el reventar la pelota como única noción de fútbol, ladrones, borrachos, alguno que sí podía apuntar a tener un futuro mejor y varios que ya estaban en tratativas de irse a jugar a otro lado. Herrera no va a llegar ni al final del torneo, pensó, si solo quedan cuatro fechas y vamos anteúltimos.

No iban últimos porque habían ganado ese partido a raíz de un gol en contra y habían empatado cero a cero milagrosamente con un equipo de mitad de tabla.

Saltó, cerró por un instante los ojos, y gol. Perdían por siete.

Veinte minutos después, iban abajo por diez y el juez terminó el partido más por pena que por otra cosa. De los pocos espectadores que hubo, solamente quedaban Manuel y su hija. Hasta el veedor ya esperaba a los árbitros con el motor del auto encendido.  

- Son un desastre. Son una manga de vagos de mierda que no sirven ni para patear una pelota. En mis épocas se ponía huevo, ustedes parecen nenas corriendo todos atrás del que tiene la pelota, viejo. ¿No jugaban al fútbol de pendejos? Vergüenza me dan, son unos putos de mierda y ojalá hubiera una categoría más abajo para que pudieran descender más.

El viejo Ramírez explotaba de furia. Siempre los puteaba al final de los partidos. No obstante, esta era su salida del club que había regenteado por casi quince años y no planeaba guardarse nada.

- Nunca vi una cosa así. Parecen conitos en la cancha. Déjense de joder. ¡Por favor! Perder por diez goles de locales, se tendrían que matar acá. Yo si alguna vez hubiera perdido tan feo, iba a comprarme un revólver y me volaba la tapa de los sesos. Pero ustedes seguro hasta son cagones para eso. ¡Dios mío!

- Y vos, Eduardo- dijo, señalando al único delantero que había quedado en cancha en el segundo tiempo- ¿vos pensás que soy pelotudo yo? ¿Que no me doy cuenta las veces que venís en pedo a entrenar o con resaca a jugar los partidos como hoy? ¡Está bien que la pongas sin parar, pero si querés ganar algo en el fútbol tenés que aflojarle a la partusa!

El ambiente estaba caldeado. Todos estaban sentados en el barro, solos, en la mitad de la cancha. Parecía como si el barrio San Marcos en su totalidad estuviese sufriendo cada palabra de la última cagada a pedos del viejo Ramírez. El jardinero vio como Herrera y Daniela se acercaban caminando lenta y cautelosamente.

- No tienen futuro, váyanse a la reputísima madre que los re mil parió- sentenció el viejo y se dio vuelta como para irse. Pero se encontró cara a cara con padre e hija.

- Ah, sí, acá tienen al que los va a cagar a puteadas el fin de semana que viene, el señor Manuel Herrera. Y seguro que esta pibita juega mejor que todos ustedes juntos- dijo y le pasó la pelota a Daniela.

La chica se puso a hacer jueguitos y de repente disparó de volea con dirección al arco. La pelota picó, picó y picó, para deslizarse rodando hasta apenas acariciar la red.

- No les digo- soltó el viejo, sin poder ocultar su asombro- algo de esperanza tienen.

Una vez que el viejo Ramírez se fue, el jardinero se levantó enseguida y presentó como correspondía a Herrera frente al plantel. Contó la historia de las rosas y de cómo todo había desencadenado en la compra del San Marcos. Ahora que la contaba, hasta sonaba divertida. Sin embargo, no era más que una lucecita en la insondable oscuridad de la temporada que estaban disputando. Tranquilamente podían terminar últimos, ser los peores de los peores.

Sin embargo, como había dicho el viejo, no todo estaba perdido. O por lo menos eso pensó Guillermo cuando escuchó las primeras palabras de Manuel Herrera como entrenador del San Marcos Fútbol Club.

- El lunes a las siete y media de la tarde los quiero a todos entrenando acá, el que no viene queda afuera- advirtió Herrera- y vos, Eduardo, de ahora en más podés enfiestarte todo lo que quieras, no te quiero ver más por mi club.


Todos quedaron estupefactos. Algo de esperanza tenemos, se dijo el jardinero.

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