Sueños de pirata
¿Y vos qué harías si de repente te encontrás con uno de los piratas más temidos de los siete mares? Cuidado con todas esas cosas que esconden las profundidades. Investigarlas puede ser un torbellino de desastres.
Sueños de pirata
Miró al horizonte. Soleado. El cielo
celeste poblado por unas pocas nubes rebeldes. Varias gaviotas revoloteaban
alrededor de la parte más alta del barco. Un yate, mediano, no tan grande. Esos
lujosos los usaban solo para pasear, o por lo menos su padre. Él, en cambio, si
tenía alguna oportunidad organizaba discretas y moderadas fiestas. Y en el
“discretas y moderadas”, un descontrol camuflado. Porque amigos, chicas,
alcohol y las aguas de la costa de la Florida, saquen sus propias conclusiones.
Pero hoy no estaba para
parranda. Su padre le había avisado que en una de sus habituales expediciones por las profundidades
marítimas, dieron por fin con un premio. Don Smith los llamaba así. Premios. A
veces eran tesoros de bastante valor. Otras, solo baratijas. Sin embargo, esta
vuelta su padre sonó más emocionado de lo normal cuando se lo comunicó por
teléfono.
-
Venite
con el Capitán Drake, que esto es algo grande- le había dicho esa mañana.
Y unos cuarenta y cinco minutos
después, ya estaba allí. Oteando el horizonte. El cielo, las gaviotas. Siempre
con miedo de ser helipuerto de excrementos, pero jamás le había pasado. Sonrió.
Apoyado en la baranda y acompañando con el cuerpo la leve oscilación del barco
se dejó llevar por su imaginación. Pensó cómo debía ser navegar aquellas aguas
bajo la constante amenaza de piratas. Parche, cuchillo, cañones, velas negras.
Que te derriben el mástil principal, aborden y maten sin piedad. Todo por el
oro. Ese que hoy él se dedicaba junto con su padre a descubrir en el fondo del
mar.
Salió de su ensimismamiento cuando
su padre rompió la superficie del agua, en su traje de buceo. Se sacó la
máscara e irradió una sonrisa de oreja a oreja.
-
El
premio es grande, te dije- exclamó, excitado.
Un cuarto de hora más tarde, allí
estaban. Padre, hijo, y un par de asistentes, sumergiéndose, con el solo
impulso manso de sus patas de rana. Respirando a través de tubos de oxígeno. La
claridad del sol de la superficie empezó a disolverse en el lado oscuro del mar.
Y prendieron las linternas. Unos metros más abajo, inclinado y medio tapado por
la arena, un barco.
Un galeón español bien conservado,
salvo por algunas partes. A su ojo especialista, de alrededor del 1500. Quizás
hundido por piratas, quizás por las inclemencias del tiempo. Una nave de
madera, cubierta de musgo, a la expectativa de que alguien lo encontrara. Pues
su espera había finalizado.
Se dirigió enseguida a los aposentos
del capitán, en la parte trasera, la popa. Ese era su punto débil. Su talón de
Aquiles. En donde todos sus sueños de pibe confluían con la realidad.
Flotando desde el marco de la puerta
se dedicó a echarle un vistazo a la cabina. Lo que alguna vez había sido el
lugar más respetable del barco, iluminado tenuemente por candelabros y decorado
con lujosos muebles robados, hoy apenas conseguía evocar un suspiro de todo
aquello. Varias de las maderas estaban rotas y rebosantes de musgo. De los
muebles solo quedaba el esqueleto precario de un escritorio, con un cuchillo
herrumbrado clavado en uno de sus extremos. Un armario resguardaba lo que
quedaba de una cantidad de pergaminos que ya no decían nada. Dos candelabros y
un par de espadas esperaban en el suelo, escapándole al olvido, elementos que
hace cientos de años eran habituales del capitán.
Debajo del escritorio, y casi ajeno
al paso del tiempo, un cofre. Se acercó de inmediato y trató de moverlo,
buscando una posición más cómoda para admirarlo. Le costó bastante.
Aparentemente su interior escondía algo más que papeles. Y eso… eso era el sueño
de todo explorador caza fortunas.
Sin pensarlo dos veces, ya que su
padre estaría explorando otra parte del galeón, rompió el cerrojo. Y lo abrió.
De repente la habitación comenzó a
girar a miles de kilómetros por hora. Como si le hubiera sacado el tapón a una
pileta enorme, fue absorbido por un remolino. Gritó y gritó por varios segundos
que parecieron años. Cuando abrió los ojos estaba en el pequeño cuarto. Se sacó
las patas de rana, las antiparras y el pequeño tubo de oxígeno. No podía dar
crédito a sus ojos. La luz de la mañana entraba por el gran ventanal e
iluminaba la escena.
Sobre el escritorio había una pluma
en su tintero al lado de unos documentos a medio escribir y dos candelabros a sus
costados, con gruesas velas consumidas. En su confusión, siguió recorriendo ese
extraño cambio de escenario con la mirada. Sus pies pisaban una alfombra de
seda que daba toda la sensación de proceder de Persia. Dos sillas acompañaban
al escritorio y enfrentaban un cómodo sillón, de espaldas al ventanal. Las paredes
estaban pobladas de retratos de piratas. El armario que recordaba haber visto
arruinado bajo el agua estaba barnizado y brillante.
Y el cofre asomaba desde abajo del
escritorio.
No entendía nada. Su cabeza seguía
dando vueltas como si estuviese con la peor borrachera de esas fiestas en su
yate privado. Ese descontrol de cerveza, tequila, hermosas chicas en bikini,
también entonadas y dispuestas a lo que sea.
Quizás su mente le estaba jugando
una mala pasada producto del alcohol. Lo cual era bastante probable. Si la otra
noche había tomado como si su hígado fuera una esponja. Y no solamente él. La
mayoría de los que lo acompañaban en esa loca fiesta habían saltado al agua del
mar, solo alumbrados por la luz de la luna. Desde abajo del agua una mano había
recorrido su malla de punta a punta y enseguida salió ella, una de las amigas
de su mejor amiga. Los habían presentado antes de salir del muelle y él había
tratado de chamuyársela desde el primer momento. Rubia, joven, empapada, y con
un bikini diminuto. Una sirena cautivadora y no precisamente como las
monstruosas criaturas de los antiguos mitos griegos. No, esta sirena dominaba
el agua y el imperio de las sábanas con el mismo talento.
Escuchó gritos en el exterior.
Seguramente sus amigos ya habrían despertado y estaban quejándose de la resaca.
Figurita repetida. Él solo quería abrir los ojos y encontrarse con la cara de
su nueva y sensual amante.
Los gritos seguían. Y, perdido en
sus pensamientos, abrió la puerta. Se hizo visera con la mano para evitar ser
enceguecido por el sol, pero fue en vano.
- Creí haber dicho que no quería
sobrevivientes- escuchó que decía una voz ronca y autoritaria- ¿es que no
pueden hacer nada bien, hijos de puta inservibles?
Oyó el sonido inconfundible de un sable
saliendo de su vaina. Cuando sus ojos se adaptaron por fin al sol potente del
mediodía se encontró frente a frente con la pesadilla más temible que cualquier
marinero hubiera podido tener en 1575.
Tenía una barba de semanas, una
cicatriz que le surcaba la mejilla derecha desde el costado del lóbulo de la
oreja hasta la comisura de los labios y un gran sombrero tricornio negro medio
desgastado que hacía juego con su atuendo. Su mirada desbordaba ira.
- ¿Tiene algo que agregar antes de dejar este
mundo?- dijo, dejando brotar la ironía- sabe que muchos de mis compañeros
gozarían de la compañía de un joven tan pálido y que encima aparece semidesnudo
a bordo. Algunos no resisten la ausencia femenina. Pero prometí que no iba a
haber sobrevivientes y qué es un capitán si no respeta su propia palabra,
¿verdad?
El resto de la tripulación rió a
carcajadas. Festejándole las palabras a quien daba las órdenes.
Entre la confusión y el miedo,
retrocedió hasta quedar de espaldas a la baranda. Eso, quizás, fue lo que le
salvó la vida. Porque cuando el capitán blandió su espada en el aire, el
sobresalto del susto hizo que cayera al agua. Sintió el impacto, se le heló la
piel y perdió el conocimiento.
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