Los pozos de Derqui

Hay situaciones en la vida que, pese a no ser las ideales, son mucho mejores por tener un amigo al lado. Situaciones que incluyen una ruta oscura, siniestra, sombría, adversa y en mal estado. Con una Ferrari roja que nunca lo fue y un pozo.





Los pozos de Derqui

Era de noche y veníamos de Derqui a Pilar. Eran otros tiempos y era otra la historia, no había medallas, solo hambre de gloria. Yo todavía manejaba la Ferrari roja. Ese auto que el resto del mundo veía como Suzuki Fun (que después empezó a ser Chevrolet Celta). Creo que ya tenía abollada la punta del capot, producto de un suave beso sufrido en esas mañanas de ir a la facultad, y el tráfico de las nueve de la mañana de la USAL.

Pero esas mañanas ya no son más y esa noche recién empezaba. Veníamos perder todas nuestras vidas en un combate interminable frente a enemigos que nunca paran de multiplicarse. Léase, el famoso juego Call of Duty, de la PS3. Porque así pasamos varias noches. Birra y delirios militarescos ficticios, buscando puntos estratégicos y a aguantar lo más posible, solo poniendo pausa para tomar. La euforia era indescriptible cuando superábamos nuestros insuperables récords. Y más aún, con un poquito de alcohol encima. Descubríamos nuevos continentes.

Sin embargo, yo me fui a Chicago y cuando volví la play había sido vendida y mi amigo, de novio. Es que me voy por un semestre y se desata el Ragnarok.

Y veníamos hablando de la vida, con destino a ninguna parte. En realidad, no me acuerdo con exactitud adónde íbamos. Pero lo cierto es que íbamos. De Derqui a Pilar. Todavía ajenos a lo que nos iba a suceder mientras andábamos ese camino oscuro, mal alumbrado y lleno de pozos. Ese que de noche no querés parar para nada porque se activa tu sentido arácnido con el “me van a robar, me van a robar, me van a robar”. La paranoia usual de los argentinos cuando entran a la boca del lobo.

De repente, “¡cuidado el pozo, boludo!”. Fue demasiado tarde. Un pozo ubicado inmediatamente adelante nuestro, a la derecha, casi en la banquina. Lo único que atiné a hacer fue abrirme para la izquierda, pero no, venían autos. Ya cuando mi cerebro quiso evaluar otras posibilidades… (bajar a la banquina, capaz, aunque por el estado en que estaba hasta era mejor comernos…) el pozo.  Un temblor rápido y momentáneo. Fue casi como si no hubiera pasado nada. Hasta que a los pocos segundos empezamos a escuchar un ruido extraño. Era la rueda delantera derecha. Y casi no había pasado nada.

Ahí sí, no hubo más alternativa que parar sobre la banquina y encomendarnos al destino. Porque una llanta abollada, en la oscuridad y “nos van a robar”. Sin embargo, no cundió el pánico. Total, éramos dos. Sin contar que veníamos de matar terroristas. Si lo único que había que hacer era sacar una rueda y poner la de auxilio. 

Al día siguiente aprendí a usar el gato ese que viene con el auto y ahora te cambio una goma en 15 minutos. No obstante, entre la desesperación, la oscuridad, el barro (porque había llovido) y la paranoia argenta, no logramos entender la simpleza no tan simple de ese gato. Para aflojar las tuercas con la llave L no hubo mayores problemas.

Fue gracias a su viejo que vino tras un “che, pa, rompimos llanta en el camino” que sobrevivimos. Vino en su nave y nos proveyó de un gato enorme, de esos que usan los gomeros y una gorrita con linterna incorporada bien de MacGyver. Santo remedio.

Todo fue más fácil.

A los pocos minutos ya estábamos en marcha de nuevo. Sí, terminamos llegando más tarde adonde quiera que íbamos, pero habíamos sumado puntos de supervivencia en situaciones extremas. “Quedar varado en el medio de la nada, en la oscuridad, camino a Derqui”, superado.


Además, si no nos hubiera pasado, tendría una anécdota interesante menos para contar. Son de esas cosas que, menos mal, te pasan cuando estás con un amigo.

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