Destino de gol

Una historia de cómo un pelotazo puede cambiarte la vida. Un empresario vuelve a su casa después del trabajo, un partido de fútbol, el miedo de que su mujer se entere de lo que pasó, todos esos factores confabularon para que abandonara la simple vida de oficina.



Destino de gol

Era miércoles a la tarde y Manuel había vuelto temprano a su casa. Por lo general durante los días laborales no volvía al country hasta pasadas las 19, pero decidió tomarse el resto del día para liberar el estrés. Cada tanto escaparse del laburo viene bien. Es más, sus compañeros de trabajo le solían preguntar por qué trabajaba tanto.

Y es que su puesto jerárquico podía concederle ciertas comodidades. Por eso vivía en el country La Esperanza, uno de los más prestigiosos de Pilar, y trataba de darles a su mujer y a sus tres hijos lo mejor de lo mejor. No obstante, esos bienestares no habían conseguido todavía perturbar su espíritu trabajador. Era vicepresidente de MirDom, una empresa de comunicaciones de renombre internacional, y su auto ya estaba aparcado en el estacionamiento de la empresa antes que cualquiera de los otros directivos apagara el despertador. También, por supuesto, era de los últimos en irse. No se llega a ser vicepresidente siendo vago.

Lo importante es que al mediodía le había dicho a su secretaria que hiciera lo imposible por cancelar, postergar, o mandar a la mierda, la opción que fuera requerida, cualquier compromiso que apareciera en su agenda por el resto del día porque se iba para no volver hasta la mañana siguiente. Sí, cuando rompía el protocolo, lo rompía a lo grande y que se jodan todos porque así de magnos son los dones que envisten a la vicepresidencia. Quizás por ese tipo de cosas todavía no era dueño de todo.

Saludó a José, uno de los guardias de la entrada. Siempre era bueno llevarse bien con los guardias, porque son, como los porteros de los edificios, los capos mafia del cotilleo, de la información intrabarrial, que uno no se entera en las reuniones de consorcio.

 -Señor Herrera, está de vuelta temprano.
 -Y sí, cada tanto me doy el gustito, vio. Más después del triunfo de ayer, eh.
 -Pero claro, esta copa no se nos escapa.

Sonrieron, José apretó el botón y se levantó la barrera. El fútbol era el mejor tema de conversación esos días después de los partidos, si eran ganados mejor todavía, y si se trataba de Boca Juniors, ya no alcanzaban los adjetivos calificativos. Los triunfos del Xeneixe aceitaban la relación guardia-empresario y empresario-guardia. No importaba que uno fuera y volviera a trabajar en tren y el otro en un auto de alta gama; el fútbol va más allá que el ciego amor. Manuel apretó el acelerador y el BMW negro se alejó por las angostas calles del barrio La Esperanza, esquivando las vallas de “máxima 25” y “niños jugando”.

Cerró la puerta tras de sí y se detuvo unos minutos, apoyando su brazo contra el auto para disfrutar el aire puro de la tarde. Terminó de aflojarse la corbata y se arremangó todavía más la camisa. Cómo puede ser que haga estos días y yo encerrado en la oficina, pensó. Cuando estaba por enfilar hacia la casa se acordó de que el saco todavía yacía en el olvido del asiento de atrás.

Saco al hombro, tocó timbre. Había olvidado la llave… otra vez. Pero el pensar en los mil y un regaños de su mujer se vio aturdido por el alboroto de sus hijos que bajaban la escalera a los saltos. Los había llamado antes de salir de la empresa, que se preparen e inflen la pelota, tenían un partido pospuesto desde el fin de semana.

Los mellizos, Tomás y Pablo, los más grandes, los capitanes de quince años, eran los típicos fanáticos. Los había sacado bosteros a morir. Eran buenos jugadores, de hecho, cada uno era fundamental en los campeonatos intercursos del colegio. El A y el B, un mellizo de cada lado. Los hermanos Herrera eran unidos, como dice la ley primera del Martín Fierro, hasta que se enfrentaban en los intercursos. Ahí, chau José Hernández.

Sin embargo, le pese a quien le pese, la que jugaba bien y pisaba la pelota a lo Riquelme, era la más chica de la familia. Esa versión a escala de su madre, que también, para colmo, había adoptado los colores futboleros de su progenitora. A Manuel le dolía un poco eso. Pero estaba tan enamorado de su pequeña emperatriz, como lo estaba de su mujer, y si las dos eran de Banfield, bueno, el amor puede hacer concesiones. Daniela tenía doce años y podía pasarse las tardes de domingo desesperando a sus hermanos para que le quitasen la redonda de los pies. Obviamente, ni palabra de esto en el colegio, qué dirían los compañeros de los talentosos mellizos.

Le abrieron la puerta y ahí estaban los tres. Los varones con la camiseta de Boca, Pablo sosteniendo la pelota, y Daniela con la verde y blanca del Taladro. La dueña de casa, Romina, todavía no había vuelto de trabajar. Era abogada. Mejor que no haya vuelto, si se entera de que les dije para jugar a la pelota en vez de mandarlos a hacer la tarea, me manda una carta documento.

A los quince minutos ya estaban los equipos parados sobre el terreno de juego. El patio trasero de la casa oficiaba de estadio. Un arco era una maceta y un par de tronquitos que minutos atrás no eran más que leña guardada debajo de la parrilla. El otro, un joven árbol y la mochila (rosa de princesa) del colegio de Dani. El único espectador del partido, que había sido suspendido por lluvia el sábado, era el jardinero que estaba concentrado en las rosas de Romina. Y ay si un pelotazo iba a las plantas. Más que carta documento, era presagio de denuncia penal.

Fue sobre los veinte minutos finales de partido, porque le habían calculado más o menos cuándo estaría volviendo mamá a casa, que empezó todo. Los mellizos ganaban siete a cinco y estaban corriendo desesperados en defensa del arco de la mochila rosa. Daniela, transpirada y con la melena castaña al viento, se adueñaba de la banda izquierda corriendo con pelota dominada como si el partido recién hubiera comenzado. El empresario Manuel Herrera, apenas podía llegar al borde del área imaginaria, no paraba de recriminarse mentalmente el haber dejado de ir al gimnasio por el que había abonado la membresía anual.

La pequeña se percató de que se le acababa la cancha, frenó, enganchó y eludió a su hermano como bien ella sabía para tirar un centro a media altura. Su padre, que había frenado unos metros más atrás y viendo que el envío iba a las manos de Tomás que ya se había parado entre los “palos”, inició el pique corto. Que pareció kilométrico. Y en el último segundo anticipó al arquero con una palomita. Todo suena más fascinante de lo que verdaderamente pareció y de lo terminó por ser.

Pero gol y se pusieron a uno del empate. Eso importó poco, porque la pelota, al pegar en la mano de Tomás que quiso desviar su recorrido, se dirigió directamente a las rosas. Fue en ese momento de zozobra de los cuatro, que ya ideaban excusas para presentar frente a mamá, cuando el jardinero se dio cuenta de la situación, saltó en el aire, mató la pelota con el pecho y después de hacer varios jueguitos, la puso en tierra. Todos quedaron estupefactos.

 -No van a arruinar las flores que estuve arreglando toda la puta tarde- dijo medio serio, medio sonriendo.

El partido quedó 7-6 y en el más profundo de los olvidos. Manuel Herrera y sus tres hijos se quedaron hablando de fútbol por un buen rato. El jardinero, Guillermo, era alto, morocho, y apenas pasaba de los veinte años. Les contó que jugaba de volante de creación en un equipo de una liga regional muy poco conocida de la zona, que vivía a quince minutos de bicicleta de la entrada de La Esperanza, en un barrio humilde de Pilar. El barrio le daba el nombre al equipo San Marcos, al que para darle más aire futbolístico le agregaron el “FC” al final. San Marcos Fútbol Club.

 -Ustedes me miran como si yo fuese Carlitos Tévez, pero la realidad es que es más lo que perdemo’ que lo que ganamo’- dijo, mirando al pasto y jugando tímidamente con la pelota- el dueño nos dijo el fin de semana que si salimo’ últimos de nuevo mandaba al club a la mierda.

 -Pero si jugás re bien- repuso Tomás
 -¡Viste Tomi cómo la bajó con el pecho!- gritó emocionadísimo su hermano.
 -¿Papi, podemos ir a verlo jugar a Guillermo?- dijo ella.

Y esa vocecita fue la que los hizo ir a ver los partidos del San Marcos ese fin de semana y el otro. Esa vocecita fue el talón de Aquiles del corazón de su padre, para que quizás se conmoviera más de lo que lo hubiera hecho en otras circunstancias por un club de mala muerte. Un club con la mitad de los jugadores que seguro no podrían ganarles en un dos contra dos a los mellizos; la otra mitad tenían destellos de habilidad, pero se les notaba la falta de entrenamiento; y solamente un par que demostraban talento, entre los cuales estaba el jardinero.

La vocecita de su hija fue, en última instancia, la que lo llevó un mes después de la salvación de las rosas (de lo que Romina se enteró a los pocos días) a estar sentado hablando con el dueño del club San Marcos.

Era un viejo, de unos sesenta años, mal hablado, mal educado y cascarrabias. Era una casita humilde de chapa, casi como todas las del barrio que contrastaba por la cercanía con la majestuosidad de las viviendas de La Esperanza. Sentados en banquetas chuecas, enfrentados, mesa y mate de por medio. Así fue como empezó la charla. Al viejo Ramírez al principio no le gustó nada la idea. Fue cuando hablaron de números que su perspectiva de la vida cambió.


Una hora después Manuel volvía a casa en su BMW negro. A los pocos días se daría cuenta de que en el transcurso de esos sesenta minutos de charla le habían robado las tazas del coche. Pero eso poco importaba. Porque de ser solo el vicepresidente de la empresa de comunicaciones MirDom, ahora era dueño y entrenador del San Marcos Fútbol Club. Ya nada volvería a ser igual.

Leé la segunda parte de la historia del San Marcos Fútbol Clú haciendo click acá.

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