La pelota no se mancha

Así lo dijo Maradona y así se demuestra en el tercer capítulo de esta serie, la del San Marcos Fútbol Clú. Es el primer partido del SMFC con Herrera como entrenador, tras una semana de entrenamiento intenso. ¿Se llevarán los tres puntos? (Continuación de "Un algo de esperanza").


La pelota no se mancha

Esperaron que se bajara del auto a abrir el portón para actuar. Era el momento perfecto, porque aparte iba solo. Lo venían siguiendo desde hace días y ya sabían todos sus movimientos. O por lo menos los suficientes para estar seguros de que esa tarde de viernes iba a estar solo en su casa. Robarles a estos tipos de gente con plata y no caer en cana era algo muy bien visto en el barrio.

Jorgito Sánchez, o el albañil, como le decían en el San Marcos, vio cómo su compañero de andadas corría al encuentro de aquel hombre con el arma en mano. Sin dudarlo, lo siguió.

A los dos les dolía todo. Los días de entrenamiento eran lunes, martes y jueves, y desde que Manuel Herrera se había hecho cargo del club, los músculos ya habían entrado en piquete. Antes entrenaban pero eran más los que se lo tomaban como un juego que los que en serio se comprometían. Ahora habían sido dos días de físico y solamente la mitad del entrenamiento del jueves recién pudieron tocar una pelota; y ese acercamiento al juego fue simplemente porque jugaban el sábado. Seguro si hubieran tenido fecha libre, iban a seguir sufriendo. Ya no daban más.

Él había decidido no llevar su revólver porque creía que con un arma para robarle a un solo tipo ya alcanzaba. Además, no querían mandarse ninguna cagada en su primer robo serio. Hasta ese momento eran meros rateros, pero ese día iba a cambiar todo.

- ¡Dejanos entrar a la casa o te mato!- gritó el negro Ponce, apuntándole a la cabeza del dueño del Mercedes- ¿Sos sordo, pelotudo? ¡Te voy a cagar a tiros!

El hombre tardó unos segundos en reaccionar. Cuando lo hizo, empezó a temblar.

- Tomá, llevate… llevate el auto- dijo, tirando las llaves al piso.

- ‘Cuchame flaco, entregá la plata o mi amigo acá te va a llenar de plomo, eh- intercedió Jorgito- sabemos que tenés plata, no somos pelotudos.

El dueño del Mercedes decidió que no quería morir y a los pocos minutos estaban los tres adentro de la casa. El lugar no era grande, pero tenía electrodomésticos que parecían salidos de una nave espacial. Un televisor que era el triple de ancho que el viejo Noblex en el que Jorgito veía todos los partidos de fútbol que podía del campeonato local.

- Abrí la caja fuerte, gato- ordenó Ponce.
- ¿Qué caja fuerte? Por favor, llévense lo que quieran, pero váyanse antes de que vuelva mi familia.
- Dale, no te hagás el gil, sabemos que tenés plata en la caja fuerte, entregá y nos vamos- continuó Ponce, mientras el albañil se hacía de dos tabletas y una laptop que estaban a mano- no queremos quemar a nadie, capo.

El hombre comenzó a inquietarse aún más que antes. Se agarró el pelo de forma nerviosa. Sus ojos no terminaban de posarse en ningún punto, salían disparados como si un segundo quietos los fuese a prender fuego. Suspiró varias veces como si fuera a hiperventilarse. Hasta que finalmente agachó la cabeza, resignándose ante la situación. Sin decir nada caminó hasta un cuadro grande, lo descolgó y descubrió una caja fuerte. Por como se veía era más o menos del tamaño de un microondas, de esos comunes que se tienen en los hogares. La diferencia es que, ya ingresada la clave, adentro no tenía un alimento recalentado sino que tenía varios fajos de billetes, joyas y una cajita de lata.

Todavía apuntándolo con el arma, el negro Ponce guardó los billetes y las joyas en una bolsa de supermercado. La cajita de lata ni la tocó. Fue cuando empezaron a escuchar a lo lejos las sirenas de la policía que salieron corriendo de la casa y ni se les ocurrió llevarse el Mercedes que yacía ahí, con la puerta todavía abierta y las llaves en el piso. Corrieron como si el diablo les moviera las patas, olvidándose de los dolores de los días duros de entrenamiento. Y es que quizás eso los había ayudado a correr más rápido.

*

Eran las seis de la tarde y estaban en el entretiempo. Era un partido cerrado. Jugaban de visitantes contra el Sportivo Italiano de Fátima. Un equipo que venía decorando los últimos puestos de la tabla con ellos. Ambos venían de alevosas derrotas y querían lograr una victoria para no seguir cayendo en picada al fondo, a la vergüenza, a ser el peor de la liga. El peor de la liga menos importante de la AFC (Asociación de Fútbol del Conurbano), ergo, el peor de todos.

En esos quince minutos el entrenador Herrera, seguido bien de cerca por Dani, su pequeña hija, les había tratado de levantar el ánimo diciéndoles que pusieran en juego todo el entrenamiento de la semana, que hicieran valer esa forma física que habían trabajado tanto. Este se piensa que estuvimos haciendo un mes de pretemporada y fueron solo tres entrenamientos, pensó Jorgito, aunque sí, parecemos estar más enteros nosotros.

El albañil ni se acordó del robo, ni se acordó de la corrida del diablo que hicieron para que ni los viera la policía. Tampoco pensaba en la repartición del dinero que hicieron con la banda. Obviamente los jefes habían recibido más y ellos solamente una parte chica, pero para lo que estaban acostumbrados, prácticamente era millonario. Es que cuando empezaba el partido, su mente se enfocaba pura y exclusivamente en la redonda. Y nada más. Todos esos deseos de salir a bailar, de sacar a relucir el champán en el boliche, de engancharse alguna minita y pagar un buen telo… la pelota desplazaba todo eso. Solo brotaba la magia desde sus botines de cuero despintado y de tapones gastados que apenas lo aferraban a la tierra en esos veloces piques por la banda derecha.

Sin embargo, por más jugadas que inventaron de la nada con Guille, el jardinero, la cosa seguía cero a cero. Un partido trabado, de ir al piso, de a ver quién pega más fuerte y quién quiebra primero a quién. El árbitro se había cansado ya de repartir amarillas en el primer tiempo y había pronóstico de por lo menos un par de rojas para los dos equipos en el segundo.

- Muchachos, mírenlos a ellos, no dan más, están hechos mierda- siguió su discurso motivacional Herrera- nosotros con tres entrenamientos ya estamos mejor que la fecha pasada, por lo menos tenemos el arco en cero.

Tiene razón, pensó el albañil, pero tampoco estamos jugando contra el equipo más uau de la liga, estos pibes están igual de mal que nosotros… lo único que tienen son buenos uniformes.

A Jorgito, con su metro setenta y cinco, sus 19 años, su pelo negro enrulado y enmarañado cual virulana, y su dejadez a la hora de vestirse, no le importaba mucho el tema del uniforme. En sus palabras, le “chupaba un huevo la pilcha”, solo quería jugar. Pero varios del equipo ya se habían quejado. Las camisetas en un principio eran blancas con bastones verticales azules, con el escudito bordado del San Marcos y un número negro atrás. Pero de eso habían pasado casi diez años. Ahora eran remeras blancas, algunas todavía con dejos azules, algunas con un par de agujeros, y algunas ya sin el escudito. Los números, mal que mal, eran visibles.

Mientras escuchaba el discurso del entrenador vio cómo Dani jugaba sola con la pelota, al lado de ellos. En un momento, la chica perdió el control de la bocha y se le fue picando al lado donde estaba el otro equipo. Uno de los jugadores, como quien no quiere la cosa, la mandó al otro lado de la cancha de un zapatazo. La pequeña se le quedó mirando. El pibe la miró y después se dio vuelta, sin darle importancia. Ella trotó tranquilamente y la fue a buscar.

La situación, que quizás la chica se la tomó con la calma de una dama metida en un deporte que muchas veces le da paso a brutos, a él lo volvió loco. Y unos minutos después lo estaba demostrando adentro de la cancha. No de ir a pelearse o ir a trabar fuerte. Sino haciendo lo que mejor le salía, tocarla rápido, correr, meter pases en profundidad y, mediante amagues, dejar dando vueltas a los jugadores rivales. La manera en que habían tratado a Dani, la hijita del entrenador que salía del colegio y le pedía a la madre que la llevara a los entrenamientos, fue el disparador que venía necesitando.

Fue producto de una de esas combinaciones de talento con el jardinero que llegó el gol, casi sobre el final, que definió la suerte del partido. Un despeje del negro Ponce, defensor central del San Marcos, el jardinero la mató con el pecho (tal y como lo había hecho parasalvar las rosas el día que empezó esta historia) y se la pasó a Jorgito. Como lo dice su apodo de albañil, este jugó la pared y Guillermo recibió la pelota, amagó al último hombre y quedó mano a mano con el arquero. Pateó, la redonda le dio en el pie extendido al arquero y el rebote le cayó en los pies a Jorgito que, sin dudarlo, le rompió el arco. Porque el talento y la sutileza llegan hasta un punto y frenemos con tanta dulzura. Lo gritó como si fuera el gol del mundial y fue a abrazar a Dani, que gritaba también como la jugadora número doce que era.

Segundo partido que ganaban en el campeonato y el primero que ganaban por un gol hecho por ellos y no por uno en contra del rival. Los tres puntos cotizaban como el dólar, el euro y la libra esterlina, sumados y multiplicados por la cotización del oro.

En el medio de la euforia pospartido, la emoción se dio vuelta cuando dos patrullas de la policía se presentaron y arrestaron, frente a todos los que estaban en la cancha, al negro Hugo Ponce, por robo a mano armada. Fue rápido. Llegaron, esposaron al sorprendido Ponce, intercambiaron unas palabras con el entrenador Herrera y se fueron. El clima festivo del triunfo había desaparecido por completo, como las nubes negras de tormenta tapan al sol.

Nadie entendía nada. El entrenador enseguida agarró su celular y llamó a los padres del chico que apenas había cumplido los 20 años hace algunos meses. Después, se subió a su BMW y partió rumbo a la comisaría.

Y a él no lo habían llevado. Y a él no le habían puesto las esposas. Él no estaba sentado atrás de un patrullero de camino a pasar quién sabe cuánto tiempo atrás de los barrotes. ¿Entonces por qué carajo se sentía tan mal? Si nadie sabía del robo, solo los miembros de la banda. Y él por supuesto no había delatado a su compañero.

Ese sentimiento distorsionado de injusticia para con su secuaz lo amedrentó la noche entera. Al día siguiente fue hasta la casa de Herrera y le confesó todo, llorando lágrimas infinitas. Herrera le dijo unas palabras que se extendieron por una hora eterna. Luego hizo un par de llamados.


Al día siguiente, lunes, día del primer entrenamiento del San Marcos Fútbol Club después de su segunda victoria y a tres fechas del final del campeonato, uno de sus jugadores más talentosos, autor del único gol que habían hecho, se entregó a la justicia.

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