Vamos a jugar al Winning

El Winning Eleven era la gloria de Roberto Carlos.
Memorias que delatan la edad. Como esas noches previas a la actual dicotomía Fifa-PES, cuando las ligas máster se jugaban en serio. Un post solo para entendidos en la mejor materia de todas: la gloriosa PlayStation.


Fueron noches interminables que seguramente habrán marcado el camino de mi vida, vaya para el lado que vaya y termine donde termine. Son de esas tantas vivencias propias que se pueden llegar a equiparar con el sentimiento de amistad que transmite la película (el peliculón) Stand by me, basada en la novela The Body de Stephen King. Esa que un grupo de amigos caminan las vías del tren en una aventura extraordinaria.

Pero en mi caso no fue una larga caminata para encontrar un cadáver. Sino que fueron largas noches de verano en Posadas, con mis primos, jugando al tan querido y recordado Winning Eleven.

Si bien en la teoría ya eran denominados PES (en Estados Unidos y Europa, en Japón era Winning Eleven), algo que recién ahora me vengo a enterar, investigando para este post. Porque usted debe saber, lector, que todos mis posts son letrados. Para mí y para mi Yo infantil, siempre va a ser “el Winning”.

Ese juego de fútbol todo pixelado con los jugadores casi cuadrados, en el que el público era absolutamente plano, los relatos mayormente en japonés, pegarle a la pelota hacía un ruido particular y si ponías a Roberto Carlos de delantero salías campeón de todo. Ese juego que siempre estuvo en el top five de mis vacaciones fijas, de todos los veranos, a la provincia de la tierra colorada. A Posaá, sheraá.

Años después iba a caer en la cuenta de que Winning Eleven, hacía referencia a los once jugadores de un equipo. En su momento no importaba. Era “vamos a jugar al Winning” y si se acaba el mundo mientras estamos en plena liga, que se termine. Pero que no se nos corte la luz y que haya lugar en la memory card. Ahora me pregunto si la memory card no habrá sido un antecedente pionero de los pendrives de hoy.

Pero era así. Las noches de principios de milenio, nosotros tres, mis primos y yo, la play 1 (la primera de todas, la orishinal) y algún eventual paquete de Chocolinas.

Cuando se prendía la lucecita verde, pasaban los logos del diamante de Sony y el de PlayStation, dejábamos de ser tres tristes tigres a ser la comisión directiva de un club, cuyo once inicial era, y el 4-4-2 sale casi de memoria: Ivarov; Valeny, Jaric, Stremer, Ruskin; Espimas, Iouga, Ximelez, Minanda; Ordaz y Castolo.

Jugábamos de a dos y nos turnábamos de alguna manera democrática que ya no recuerdo. Las transferencias compra/venta de jugadores se discutían todas. Y si convenía un 4-4-2 para jugar contra este equipo, o un 4-3-3. Y si entraba un defensor o un delantero. Absolutamente todo era cuestión de análisis. Porque el fútbol es fútbol y la liga máster se debe ganar por lo menos una vez en la vida. Si es antes de los diez años mejor.

Largas noches hasta altas horas de la madrugada, vacaciones de verano, con los calores de enero que solo existen en Misiones. Joystick en mano y el ventilador al máximo. Los ingredientes que hicieron a una infancia que no cambiaría ni por el submarino del Capitán Nemo.

Y sí, eran esos años en que las ligas máster se jugaban en serio, cuando el juego, el Winning, era más que un juego. Cosas que muchos no van a entender nunca, pero los que entienden, entienden.

Los controles de la play eran grises y algunos ni tenían análogos. Es nuestro balero, eso que le vamos a contar a nuestros hijos cuando seamos padres. O a nuestros nietos cuando seamos abuelos. El balero de la generación del noventa. “En mi época jugábamos con una PS1 y éramos felices, no como ahora que…”.

"I never had any friends later on like the ones I had when I was twelve. Jesus, does anyone?", Stand by me (1986).


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