La rosa del cuarto oscuro
Esto es lo que pasa cuando un día que tenés la inspiración por el piso, una amiga te cuenta, en estado de sobriedad, que en su pueblo votó un fantasma. Googleate "voto, fantasma, Misiones" y te darás cuenta, como yo, de que no estaba delirando. Y de ahí a un "qué buena idea para un cuento" y "bueno, escribilo". He aquí.
La rosa del cuarto
oscuro
Le sonó el despertador a las nueve de la
mañana. Algo sumamente innecesario. Ella ya andaba dando vueltas por la casa
desde las siete. Esos días de dormir hasta tarde los domingos, o los sábados, o
cualquier otro día de la semana, habían quedado atrás en el tiempo. Tanto que
ya estaban al borde de adornar los libros de historia. Porque a sus setenta
años, los días se le hacían largos, los sueños cortos, el caminar más lento, y
la vida bien rutinaria.
Afuera llovía. Ajeno le era el coito del agua
contra la chapa, pues ya apenas podía escuchar. Pero los huesos le decían todo.
No había mejor meteorología que la ósea. Por lo menos para ella. Ya le decía el
día anterior a uno de los gurises. “Mañana va a llover a baldazos, Pipi”. “¡Qué
va a llover, abuela, si no hay una nube!”. Angacito el gurí, ya pensaba que se
las sabía todas.
Pipi era uno de sus nietos. Empezaba la
veintena de vida y la provincia ya había dejado de decirle gurí hace años. Pero
su abuela no entendía del paso del tiempo. ¿Y para qué entenderlo? Si ya le
había entregado su cuota de años, y una bastante generosa. Una cuota de
entusiasmo, vivencias, “asaltos”, bromas, novios, chamameceadas. De irse por la
bajada vieja (que todavía no lo era), hasta que le dijeron Mi posadeña linda a ella, y una rosa. Y se había casado con el
Bocha nomás. Un par de años antes de esa noche ni siquiera lo pensaba. Un par
de años después no lo dejaba de pensar. Y hoy creía que si eso del amor en
verdad existe, el Bocha, que Dios lo tenga en la gloria, le cambió la fórmula
con su payé.
Pero al Bocha, caballero de una armadura
poética e involuntaria, de abrirle las puertas y escribirle poemas (y leérselos
en susurros), de regalarle una rosa idéntica a la de la primera noche cada mes,
de arrastrarle el ala como si todavía no se conocieran y enaltecerla frente a
sus amigos. Ese Bocha de los abrazos y de robarle sonrisas cuando más tenía
ganas de llorar. En fin, el Bocha. Al Bocha se lo había llevado el pucho. Hace
cinco años y ciento veinte días, porque bien que los tenía contados.
Cuando su hijo Pichi, el padre de Pipi y su
mujer Andrea, bajaron a desayunar, ella ya los esperaba con el café con leche y
las tostadas listas. Ya se había leído casi todo el diario, salvo el suplemento
de espectáculos y el de deportes, uno eran pavadas que le gustaban, el otro
pavadas que no.
Buen día, mamita –dijo Pichi, con la almohada
en la cara, todavía -¿Ya fuiste a votar?
Y es que ese domingo, 27 de octubre, eran las
elecciones presidenciales. La escuela donde votaba seguía siendo la misma, a
unas convenientes cinco cuadras de su casa. Bah, de la casa de Pichi. Porque no
había puesto pie en su casa desde que Bocha se fue y no volvería a pisarla
hasta que Bocha vuelva. Porque la sangre, el sudor y las lágrimas vertidas en
cada ladrillo las había puesto él hace poco menos de cincuenta años.
No m’hijo –respondió –estaba esperando que se
despertaran todos.
Si es por Pipi puede esperar sentada acá hasta
las tres de la tarde –comentó Andrea –ni lo escuché llegar anoche. Con su hijo
pensamos que anda noviando.
¿El Pipi? ¿Con una guainita? ¡Pero si es un
bebé!- exclamó ella.
Andrea sonrió. Era una buena chica. Dentro de
lo buena que pueden ser las porteñas. Pichi se la había traído desde Buenos
Aires después de conocerla estudiando abogacía en la UBA. Cómo una porteña
había terminado en Misiones, cerca de Posaá,
era un misterio. Aunque después de todo, era el hijo del Bocha. Ese tipo de
romanticismos, parece, se lleva en la sangre. Hasta capaz el Pipi… no, si el Pipi
es un bebé. El bebé de la abuela.
Ya eran cerca de las diez y media de la mañana
cuando salieron en el auto. El Pipi no había dado señales de vida y sus padres
decidieron que se las tendría que arreglar solito después. Cuando Pichi se bajó
a cerrar el portón luego de sacar el auto, Andrea la miró desde el asiento del
acompañante y le dijo:
-¿Le
parece si vamos primero nosotros a votar y después la llevamos? Digo, así no
tiene que caminar.
-No
querida, déjenme primero a mí, total es acá cerca y puedo volver caminando
–respondió- son cinco cuadras, todavía puedo volver caminando cinco cuadras.
Tan vieja no estoy, che. Encima, ya paró de llover.
Su nuera asintió y comentó algo gracioso. Al
Pichi, a su hijo, sí podría convencerlo con esa sonrisita. Pero a ella no,
querida, a ella no.
Y sucedió todo como lo dijo la abuela. La
dejaron en la escuela de siempre. Una de esas técnicas, estatales, con el
escudito argentino arriba de la puerta principal. La verdad era que ese
edificio supo ver tiempos mejores. Ahora estaba venido a menos. Qué se le iba a
hacer. Si lo único que podía hacer ella era votar y su partido siempre perdía.
Un par de veces sucumbió al fastidio y lo echó a la colancia. Pero después volvió a votar a esos por los cuales había
militado su padre, allá lejos y hace tiempo. Cuando los partidos políticos verdaderamente
existían.
Uno de los beneficios de ser casi octogenaria
era que los días de hacer fila para votar habían pasado a ser una anécdota.
Cuando la veían acercarse ya le cedían el paso e iba directamente al frente de
todos. Saludó al presidente de mesa y a los fiscales, que ya lucían cansados.
Pobres, todavía tenían como ocho horas por delante. Le dieron el sobre y entró
al cuarto oscuro.
Cinco, seis pupitres recubiertos por largas boletas
de más o menos un metro de largo. De varios colores. Una decena de rostros de
políticos sonrientes y confianzudos (¿mentirosos?) la miraban dentro de esa
aula. Nunca había cortado boleta y no iba a empezar a esta altura del partido.
Fue directamente a los colores de su padre. Dobló la sábana y la puso en el
sobre. Saliva y listo el pollo.
Ya lista para salir se pegó flor de julepe. Un
toc-toc en la puerta de un pequeño armario, al costado del pizarrón. “Libros”
decía una cartulina de color púrpura sobre la puertita. Su corazón no falló de
milagro. Ya estaba demasiado vieja para sustos como ese. Quizás la casualidad
fue nomás la que no la dejó ir a acomodarse con el Bocha allá arriba.
Toc-toc de nuevo. Y la puerta del armario se
abrió emitiendo un leve chirrido. Como una película de terror pero con el
volumen al mínimo.
“La curiosidad mató al gato, pero la
satisfacción lo resucitó”, dice Stephen King sobre un Buick 8. ¿O acaso era el
Buick 6 de Dylan? De ese tal King la vieja no tenía idea, pero Bob Dylan… Bob
Dylan la volvía loca. De joven tuvo su póster en el techo de su cuarto y se
acostaba a mirarlo. Y sí, 20 años. Mientras otras cantaban y soñaban con tener
una aventura con John, Paul, George o Ringo, o con Jagger, ella quería que el
padre de sus hijos fuera Dylan. Y que le hiciera todas esas cosas que se
piensan y no se dicen. Porque sí. Después recién llegó Bocha, con sus flores,
con sus poemas y con su forma de hablar tan particular que terminaron por
atraparla.
Y se acercó a la puerta, con miedo, con
intriga. Por alguna extraña razón esperaba asomarse y verlo a él, (a Dylan) a
Bocha. A los dos. No, Bocha. Siempre va a preferir las rosas todos los 27 de
cada mes a las canciones de Dylan. Y los “¿señora, está bien?” del presidente
de mesa desde afuera y los golpes primero cordiales y luego casi irrespetuosos
del gendarme. Cosas que nunca escuchó. Porque el relámpago rojo y las boletas
desparramadas.
El gendarme finalmente abrió la puerta, justo
cuando la puertita se cerraba. “¿Señora?”, atinó a preguntar, sin saber para
dónde mirar, porque en el salón no había más de lo que veía. Detrás suyo, el
presidente de mesa. “¿Y la señora?”, dijo, también desconcertado.
Desde el armario, el cartel de “libros” era una
pieza más de la confusa escena. Y, diminuta, casi imperceptible, en una de sus
esquinas, una rosa roja.
9/08/2015
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