Meando como Al Capone
Para vos. Porque no lo entendías en inglés y querías la versión en español. Te traemos nuestra traducción de Peeing like Capone. Hemos hecho todo lo posible para que no perdiera la mística. Pero no somos traductores, vio.
Era uno de esos días de invierno de Chicago.
Nieve por doquier. Ese frío que te hace dar cuenta de que realmente nunca
pasaste frío en tu propio país. Porque el invierno más frío que podés llegar a
tener en Buenos Aires es un cachorro (los Cubs
o cachorros son un equipo de béisbol de la ciudad de los vientos) al lado de un
oso de Chicago (los Bears, de fútbol
americano). Y eso es un hecho. Por lo menos, después de haber vivido ahí,
pareciera que desarrollé cierta resistencia a las “bajas temperaturas” de
Baires. A veces me pregunto si apalear tanta nieve (que me llegaba hasta las
rodillas) fue una especie de bautismo de fuego o algo.
De cualquier manera, seguro fue durante un fin
de semana. Un viernes, o quizás un sábado. Cuando estás estudiando de
intercambio en el extranjero, y solo por un semestre, es como si quisieras
hacer todo en poco tiempo. Después te das cuenta de que cinco o seis meses es
un montón y que ya visitaste todos los lugares turísticos. O la mayoría. Y
todavía tenés un par de meses por delante. Ahí es cuando sentís que te
convertís en parte de la ciudad. Una pequeña parte. Una pequeña parte,
chiquitita, minúscula y microscópica. Pero en fin, una parte. Como dicen los
piratas del Holandés Errante de Piratas del Caribe: “parte de la tripulación,
parte de la nave”.
Y permítanme confesarles que cuando te gustan
las cosas relacionadas a la mafia (películas, libros, etc.) y otra argentina te
dice “Che, vamos al Green Mill, el
bar donde iba Al Capone”, no lo pensás dos veces. Ni siquiera importa si tenés
que pagar en efectivo la entrada cuando en la mayoría de los otros bares no
pagás para entrar y podés comprar todo con tarjeta. Pero, un famoso bar de jazz y
Al Capone. Y no fui justo por el jazz.
Terminamos yendo en grupos diferentes por
alguna misteriosa razón que no recuerdo. Pero nos pusimos de acuerdo en
encontrarnos con todos ahí. Otros más y yo decidimos tomarnos un colectivo,
porque la vida del estudiante es bien gasolera. Además, si te tomás un taxi
tenés menos plata para pagar la entrada… y para la cerveza. Esperamos alrededor
de veinte minutos que, con la nieve cayendo, parecieron la eternidad más larga
de la historia. Eventualmente llegó el colectivo y casi que saltamos adentro.
Cubitos de hielo humanoides.
El Green
Mill, por fin. Desde afuera no era tan majestuoso como lo había imaginado.
Tener tanta imaginación suena bien, pero suele jugarte en contra muchas veces.
Parecía como cualquier otro bar, un sucucho, medio escondido y disimulado entre
la regular arquitectura urbana de la calle Broadway, en el norte de la ciudad.
Excepto por ese cartel verde, grande y brillante en el frente del local, que
decía: Green Mill Cocktail Lounge.
Uno de nosotros no tenía suficiente efectivo
para entrar, así que tuvimos que hacer un pequeño tour para encontrar un cajero automático. Minutos después, ya
estábamos de vuelta en la puerta y entramos sin problemas. El lugar estaba que
explotaba. Era difícil hasta caminar. Cada mesa, cada sillón verde lujoso
estaba ocupado, obvio. Como también todas las baldosas. Tuvimos que quedarnos
parados en el camino de una moza, que obviamente estaba mejor entrenada que
nosotros para caminar entre medio de tanta gente, aunque así y todo, la tenía
difícil. Fue y vino varias veces hasta que en un momento intercambiamos chistes
sobre la situación.
Le debía una cerveza a mi buen amigo Hunter (el
único jugador de béisbol que conozco), así que me acerqué a la barra y compré
dos. Y ahí estábamos. Tomando cerveza barata en el bar al que Al Capone, uno de
los mafiosos estadounidenses más conocidos, solía ir. Donde la gente iba a
violar la Ley Seca, a tomar ilegalmente, durante los denominados “felices años
veinte”.
El bar no era tan grande. Capaz lo sentí más
chico porque estaba abarrotado de gente. Estaba tenuemente iluminado con una
luz rojiza. La música jazz dominaba el aire, mezclado con conversaciones
incesantes. Te podías encontrar desde personas vestidas con jeans y zapatillas
hasta algunas hermosas mujeres vestidas para matar.
Desde la puerta principal, a la derecha tenías
una línea de esas mesas con los sillones verdes, y a la izquierda, una antigua
barra. De verdad te hace sentir que viajaste en el tiempo. Si seguís caminando
por esa suerte de pasillo (esquivando la imposible multitud), la barra llegaba
a su fin y en algún punto empieza un gran hall, con mesas más chicas (y mucha
más gente). Hasta que te chocás con el escenario, sobre el que los músicos de
jazz tocan sus guitarras, saxofones y piano.
Por suerte conseguimos una mesa. La moza,
amable y ya compinche con nosotros, nos trajo más cerveza. A todo esto, la
necesidad de visitar el baño se estaba haciendo inevitable. Por eso, me arrojé
a la aventura. Había una infinidad de personas entre la liberación redentora de
líquidos y yo. Y por lo que parecía, muy poco tiempo. Mucha suerte para mí.
La misión fue un éxito. Llegué. Era un baño
bastante chico, considerando que un bar tan famoso atrae un amplio caudal de
visitantes. Tomé posición en uno de los pocos mingitorios, de cara a la pared.
Las paredes pueden ser verdaderamente interesantes. Tenía muchos graffitis.
De repente, el muchacho meando al lado mío dijo
algo gracioso. No recuerdo bien qué. Pero sin dudas me acuerdo de lo que le
contesté: “Sí, pensá que capaz estamos meando en el mismo lugar en el que lo
hizo Al Capone”. Me miró, asombrado. Y se rió a carcajadas. Una verdad
trascendental. Sí, ya sé que estábamos bajo los efectos del alcohol, pero
algunas de las mejores conversaciones más locas surgen solo porque estás
borracho (y algunos olvidables papelones también). Fue un momento histórico de
nuestras vidas, visto desde alguna perspectiva extrañamente retorcida. No
obstante, la historia no es siempre alegre o socialmente aceptable. La
liberación redentora de líquidos se hizo realidad, justo después de marcar un
hito en la historia de la humanidad. Mi interlocutor y yo nos despedimos.
Como una hora después nos hartamos de escuchar
jazz y necesitábamos salir. Hunter dijo que quería algo para comer y esa idea
me copó bastante. La comida siempre es una opción viable. Así que salimos. Y
aparentemente, Dios escuchó nuestras plegarias. Casi al lado del Green Mill resulta que hay un lugar de
comida mexicana. La noche de jazz terminó en un par de burritos deliciosos.
Luego nos tomamos un taxi Uber de regreso al
campus. Y eso fue todo. ¡Qué noche! ¿No?
No te olvides de leer la versión original (en inglés), haciendo click acá.
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