Mirada de lunas
Porque hay mujeres que pueden llegar a ser mucho más inteligentes de lo que uno está acostumbrado a entender. Y que tienen lunas en los ojos. Si les gusta, compartan, no sean caretas. Desde ya muchas gracias. Atte, yo.
Mirada de lunas
Habíamos escapado de nuestras casas en el
horario de la siesta. Porque todos dormían y era lo estratégicamente lógico.
Ella era lo mejor que me había pasado a los doce años, y un par de años más
tarde también. Pero ahora solo importa eso.
Esa tarde de verano.
Huimos corriendo como si el viento nos llevara,
como si el mañana no existiera, como si nuestras vidas fueran con nosotros,
indómitas. No sabíamos que todavía nos quedaban miles y miles de días por vivir
y que no éramos el uno para el otro. Pero eso no importaba todavía.
Esa tarde de verano.
Ella tenía dos lunas oscuras en los ojos, y un
lunar que las orbitaba desde abajo, sobre sus labios. Qué chica tan hermosa,
llegué a pensar, que si no desaparecía con ella una vez en mi vida, ella me iba
a desaparecer a mí.
Y corrimos, salimos del pueblo en un santiamén.
No paramos hasta adentrarnos en el bosque. Esa garganta de árboles silvestres
que nos escondieron gratamente del mundo, como si no fuéramos más que unos
cachorros salvajes buscando encontrarle un sentido a la vida que parece tan
grande, vista desde abajo. Buscándonos. Y es que lo éramos. Éramos eso. Pues
quién tiene puta idea de la vida a los doce. Hoy, con muchos más veranos encima
que en ese glorioso momento, sigo ignorándolo todo.
Hasta que de repente, ella se detuvo. Sus
cabellos castaños dejaron de remontar el viento. El silencio nos obligó a
escuchar el susurro de las hojas, que sonreían cómplices. Y yo también sonreí.
Porque cuando esa niña se ponía a pensar, se retiraba momentáneamente de entre
los mortales. Sus ojos se posaban en un horizonte imaginario, siempre arriba y
a la izquierda. Fruncía su boca, como ordenándole a algún ser extraordinario
que apretara el botón de sus pensamientos.
Ni bien terminó de cantar un pájaro me
preguntó:
- ¿Vos… sos feliz?
Y me agarró totalmente fuera de juego. A contra
pierna. Y sin arquero. En realidad, como siempre. Es que eso era lo que me
fascinaba de ella. Me trascendía desde todo punto de vista. Su mirada me era
tan poderosa, que yo quedaba desnudo de cualquier posibilidad; su voz entonaba
la armonía perfecta que hacía contacto eléctrico con mi cerebro; su cuerpo
alimentaba esas fantasías que se empiezan a atravesar a oscuras y a machetazos
en la selva de la tierna edad; y su pensamiento, cuando lo compartía, me destrozaba
la razón.
- Sí, ahora, acá, con vos, soy feliz- le
contesté, medio tartamudeando.
- ¿Cómo lo sabés? ¿Qué es la felicidad para
vos?
Esas preguntas me hacían acordar a las clases
de catequesis del colegio. Pero claro, con la monja siempre era a libro
abierto. Acá me jugaba la huida, con la chica de las lunas en los ojos.
Más tarde en mi vida leería algo de filosofía,
de Aristóteles, de Platón y quizás alcanzara un grado mayor de acercamiento a
lo que estos sabios decían que era la felicidad. Pero a los doce no tenía la
más mínima idea. Y estaba bastante lejos de tenerla.
Sin embargo, creo que en esas horas que corrí
por los bosques con aquella chica, fui feliz. No sabía las justificaciones
filosóficas, ni las sé hoy, pero creo que si la felicidad fuera invadida alguna
vez por los ejércitos de la razón, dejaría ya de ser felicidad. Y pasaría a ser
algo explicable.
- No sé, es lo que siento. Soy feliz acá y
ahora. Con vos. Porque solo acá no lo sería- dije.
Ella me apuntó con esas dos lunas y me sonrió.
Y yo sonreí, la única respuesta ante tal demostración de afecto. Quizás su
sonrisa era de compasión por un pobre pibe ignorante de los secretos de la
vida. Porque ella lo sabía todo. Y lo que no sabía lo inventaba y tomaba
perfecto sentido.
- ¿Vos me querés?- retrucó, manteniéndome la
mirada, escondiendo de nuevo su sonrisa.
Ahí es cuando me surgió la duda. Sí, a los
doce. De si el querer a alguien va de la mano con la felicidad o si son dos
rectas paralelas que se acompañan eternamente, mas nunca se juntan. No
obstante, ese verano y siendo mi mente tan precoz y sencilla, mis absolutismos
eran bizarramente bárbaros. Por lo menos en aspectos de la vida que
atormentarían mis noches de juventud adulta varios años después.
- Sí, te quiero.
Y punto. Si fuera hoy, habría agregado algo más
intelectual, como para intentar ponerme a su nivel. Te quiero desde acá hasta
lo más insondable del universo. Te quiero hasta la luna y de vuelta. O capaz
algún cliché de moda. Pero a los doce… todo es más conciso a los doce.
De la nada se acercó, me tomó de las manos y me
besó. En la mejilla izquierda. Casi en la comisura de los labios. Todavía hoy,
cuando mi mujer me besa en ese exacto lugar, mis nervios explotan como los
fuegos artificiales del 25 de diciembre. Y vuelvo a ser un pibe de nuevo, por
unos segundos. Segundos que se transforman en unidad de tiempo largamente
interminables, como lo que duró aquel beso fugaz. Que ni siquiera fue mi primer
beso, pero que fue más importante que el primero, el segundo, los terceros y
los cuartos, todos sumados y elevados a la décima potencia. Porque sí, porque
la chica de las lunas en los ojos.
Caminamos un rato más y llegamos a un claro.
Ella se dejó caer de espaldas sobre el pasto, que crecía sin parecer haber
sentido jamás el peso de un ser humano. Me acosté a su lado. Sin atreverme a
mirarla, después de aquel beso que aún surcaba mi rostro.
Y no mediamos más palabras por eternidades.
Pasaron las nubes, patinando el cielo. El sol se cansó de mirarnos. Salió la
luna, que hizo eclipse con sus ojos. Ella la miraba como una hija mira a su
madre.
- ¿No es bonita?- dijo. Aunque sospecho que ya
no me hablaba a mí. Había caminado ya alguno de esos senderos que se bifurcan,
de los que habla tanto Borges. Esa boca ya le sonreía a mundos distintos.
Tal es así que cuando nos encontraron nuestros
padres, que habían iniciado una expedición nocturna para no dejarnos a la
severa merced de la noche, ella apenas parecía reconocerme. Volvió a ser
aquella chica que conocí en el colegio. La niña de las trenzas, que me saludó
el primer día de clases y me habló haciéndome sentir alguien interesante. Como
si todo lo vivido antes de nuestra huida se hubiera borrado de su memoria. Quizás
era lo mejor.
Es que capaz las mentes superiores hacen eso.
Se vacían de las trivialidades de la vida para hacer lugar a las cosas que de
verdad les interesan. ¿Y qué era yo sino un pibe de doce años tratando de
conquistar la vastedad de su ser? Yo era un equipo de la octava división,
tratando de ganar un partido contra el campeón de la primera.
Hablamos poco y nada de lo ocurrido después de
ese día. Con el tiempo terminamos volviendo a ser amigos. De esos que se hacen
en el colegio y después la vida los pierde en un, quizás, inmerecido olvido.
Pero yo no me olvidé todavía. Ni sentado en
este geriátrico, apenas pudiendo caminar sin la ayuda de un bastón. Yo no me
olvidé de aquella chica, que una tarde de verano, me hizo ver las lunas de sus
ojos. Y me dio algo tan suyo como aquel beso.
Por eso, aunque estés transitando ya otro de
esos mundos misteriosos, te pido que te acuerdes de mí cuando me hayas
olvidado.
17/08/2015
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