Mi Madrid Diario del Coronavirus Día 12: Mi cuarto verde lima
Mi cuarto
tiene las paredes verde lima y el piso de baldosas frías. Mi cuarto en realidad
no es mi cuarto. No puedo concebir que un cuarto sea mío y no tenga
bibliotecas. Es solo un cuarto que estoy alquilando y que se ha convertido en
el depositario involuntario de mi cuarentena. Son las 3.44 de la madrugada del
día 12 desde que el presidente español, don Pedro Sánchez, decretara el estado
de alarma y acá estoy. Insomne. Pariendo palabras sobre un cuaderno para que
mis oídos saboreen el rasgueo del lápiz sobre el papel en la quietud de la
noche.
Hago esto
acostado en la cama, que es mi más constante compañera en estos días de
cuarentena. Los dibujos de las sábanas son como trazos de alguna civilización
griega en la que nunca pensaron que sus mensajes terminarían impresos en las
sábanas vendidas en las góndolas de un chino de Madrid. Lo mismo con mi mesa de
luz, también de un chino. Y la radio portátil, que me mira, callada y
amenazadora, desde encima de una cajonera, a los pies de la cama.
En mi
mesita de luz, la lámpara reina sobre lo que queda de una caja. A su lado, mis
anteojos, que todos los días parecen querer competir en los record guiness de
suciedad. Dentro de la caja (léase, debajo de la lámpara), mi cortaplumas, la
Kindle, y un anotador, por si se me ocurre alguna idea durante la noche. Para
que no se escape. Fuera de la caja, una revista de autodefinidos, sobre ella un
libro (mi lectura actual, que es ‘La montaña de Akragas’, de Andrea Camilleri),
sobre él mi celular cargándose y mi reloj. Ambos acostados a la par, como si el
libro fuese una cama matrimonial y ellos una pareja.
En la pared
opuesta a mi cama, que estará a unos tres o cuatro metros, un espejo. Una
pequeña franja vertical que parece una rendija hacia otra dimensión. Y, a su
vez, es la línea que separa el escritorio, a la derecha del espejo, y el
placard, a la izquierda. El placard es una mole blanca de madera, el patovica
de la habitación. Sobre él hiberna la valija con la que llegué a España,
juntando polvo, probablemente. El placard también hace las veces de estudio de
grabación casero; porque en el mundo de los podcasts, no se ata con alambre, se
graba adentro de los roperos.
Frente al
placard, a unos dos metros, el escritorio. Entre ellos, la silla. La típica
silla que todos tenemos que hace de ayudante de cátedra en la materia ‘Orden de
vestimenta I’. Ahora sí, el escritorio. Por suerte, está bastante prolijo, un fiel reflejo y reflejo de la cuarentena prolongada. En su superficie pugnan por sobrevivir los
pocos libros que tengo, mis anticoagulantes, un micrófono, un frasco de Nescafé
vacío que actúa de portalápices, un portarretrato con una foto grupal de mis
compañeros del máster que me regalaron para mi cumpleaños, una caja de pañuelos
de papel, y, lo más importante, la pava eléctrica. Que acá le llaman ‘hervidor
de agua’. ¿Tenés una pava eléctrica en tu habitación? Pues, sí.
Debajo del
escritorio, la bolsa con la ropa sucia y el pack de papel higiénico por el que caminé desde La Comarca hasta Mordor para conseguirlo. Arriba del escritorio,
en un estante, lo que no puede faltar. Pilas para la radio, dos botellitas de
agua, termo para el mate, mate, frascos de café que no sé por qué no están en
la cocina, un desodorante, un chocolate amargo sin abrir, tuppers vacíos de
diferentes tamaños, y una caja con los pods para limpiar la ropa.
Y volvemos
a la cama, conmigo insomne. Y a los pies de la cama (de un costado, el que no
da contra la pared), en el piso, la alfombra que también compré en el chino,
mis pantuflas, tres pares de zapatillas, ninguno cero kilómetro. Y al extremo
de la cama, la estufa, y sobre ella, la ventana. Una ventana que, como yo,
espera la tibia caricia de los rayos del sol del amanecer de este doceavo día
de cuarentena.
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