Dejar la sangre en Madrid
Ahora que
ya tengo mi DNI y mi tarjeta sanitaria española, puedo seguir poniendo a prueba
el sistema de salud de esta península hispanoparlante. Y la verdad que, para
bien o para mal, estoy bastante sorprendido. Por cuestiones que no vienen al
caso, en vez de ir al hospital más cercano a mi domicilio, para mis temas
trombofílicos tengo que cruzarme hasta la otra punta de la Comunidad madrileña.
Un viajecito en tren de casi una hora que, por suerte, se sobrevive a base de
excelentes podcasts. Y allí, en una localidad que se llama Torrejón de Ardoz,
fue donde dejé mi sangre por primera vez en suelo español.
Se estarán
preguntando: ¿Qué tipo de relato épico viene a continuación? ¿Qué batallas ha
librado tan noble caballero para haber derramado su sangre en Torrejón de
Ardoz? Porque, claro, acá en España la mayor parte de los nombres de lugares
tienen ese eco medieval. Es más, seguro si buscás en Google o Wikipedia
‘Batalla de Torrejón de Ardoz’ te sale alguna gesta del medioevo relacionada al
lugar. Como sucede con varios de los centros urbanos de la región. Quizás ese
sea el único aditamento épico que tenga este relato. Porque sí dejé mi sangre
por vez primera en territorio español, pero por motivos, razones y
circunstancias muy diferentes.
En lugar de
un torreón, un hospital. En lugar de un arco y flechas, una jeringa y como unos
diez tubitos con tapas de distintos colores. Y para la espada y el escudo, un
brazo arremangado sobre un almohadón. Sí, ese soy yo, mi épica batalla, en un
cubículo de laboratorio para que me extraigan sangre. Los que tenemos
trombofilia somos así, además del turismo clásico, vamos conociendo hospitales.
Y siendo fiel ‘caso testigo’ (como me dijeron hace poco, y amé) de emigrante
argentino llegado a España, les voy a contar esta bella y graciosa historia de
una feroz interna entre enfermeras, algo que jamás vi en mis variadas
incursiones hematológicas en Estados Unidos y Argentina.
Confieso
que he visto de todo desde que me detectaron la trombofilia allá por 2015.
Jeringas de todos los tamaños, tubitos de todos los colores, primeras,
segundas, terceras opiniones. Hasta un doctor latino en Estados Unidos, con un
diploma en Spanglish, que en apariencia era una mezcla del policía Angel
Batista de la serie ‘Dexter’ (porque sí, cuando pensé en el tema sanguinario de
hoy, pensé en esa maravillosa serie ilustrada en la foto) con el Dr. Nick Riviera de ‘Los Simpsons’.
No obstante, grande fue mi sorpresa ante esta gresca discursiva entre
enfermeras. Y el acento español casi que lo transforma en una película.
De movida,
ya fue todo distinto. Porque, si bien acá se habla el mismo idioma, las cosas
se hacen de manera diferente. Algo que me parece juega en contra, porque, de
última, en países en los que se habla otro idioma te hacías el boludo, que no
entendías, y pasaba. Acá es no entender algo y no estás entendiendo español, el
idioma que hablaste toda la vida. ¡Joder, tío! Pero sí, fue llegar a una
especie de recepción de la consulta, mostrar mi flamante tarjeta sanitaria, y
que la que me atendió me recompensase con una bolsita con los tubitos de
análisis. ¡En mi vida me habían dado los tubitos! Yo ya lo tenía mentalizado
como que era tarea de la enfermera el tener los tubitos a disposición, no que
el paciente los tuviera que transportar. Y no fue solo eso, la señorita se
sorprendió de la cantidad de tubitos que yo precisaba (según la orden médica,
porque yo ni idea, por supuesto).
Después de
hacer fila por unos minutos, con mi bolsita llena de tubitos en mano, llegué
finalmente al cubículo de extracción. Y fue ahí cuando empezó. “¡Que me faltan
tubos, que me han dado tubos de menos!”, así, apenas después de haberme
recibido la bolsita a la que yo venía cuidando como Frodo al anillo. Queja tras
queja, tras queja. Reclamos al aire, a las colegas que la acompañaban, al santo
patrono de los tubos de análisis. Y yo ahí, sentado, sin saber qué hacer,
zozobrando. Una mera víctima del fuego cruzado entre las enfermeras
extraccionistas y las de la recepción. “¡Todo el día me han estado dando tubos
de menos!”, continuó.
Faltaban rojos,
faltaban blancos. Había una falta generalizada de tubitos. Y eso que la que me
había atendido primero (una de las que fueron objetivo de las protestas) se
había sorprendido por la cantidad. Aun así, habían faltado. La estocada final
fue un “podrían dedicarse menos a conversar y a fumar, y dedicarse a aprender”.
En fin,
creo que nunca había estado en una sala de extracción de sangre tan
entretenida. Lo único que me faltó al final fue el alfajorcito y el café gratis
que sí me daban allá por los pagos pilarenses, en la zona norte del Gran Buenos
Aires. Pero, sin dudas, seguiré dejando mi sangre a cambio de este tipo de
shows en vivo. Te amenizan la previa del pinchazo.
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