Miguel Strogoff, mi primer libro
Me acuerdo del primer libro “largo” que leí.
Digamos que era la primera novela seria o “para grandes” que leí por completo.
Es de Julio Verne y se llama Miguel
Strogoff. Seguramente no es la elección más recomendable para un chico de 8
o 9 años. Sin embargo, no me olvido de haber estado en el local de un shopping pidiéndole a mi papá que me
compre el libro ese que en la tapa tenía a varios hombres andando a caballo. Se
veía bien, esos pequeños rusos forzando la velocidad de sus caballos por las
arenas arremolinadas de un desierto. Con lanzas y estandartes. Todo ocurriendo
en la reducida tapa de un ejemplar de bolsillo.
De todas formas, ahora que veo el ejemplar
descansando sobre uno de los estantes de mi biblioteca, entre otros tantos
libros que compré después, he decidido destacarlo con un post exclusivo. Las hojas, aunque no lo parezca, están
amarillentas. No naranjas y duras como mi ejemplar viejísimo de Veinte mil leguas de viaje submarino
(del mismo autor, libro que cayó en mis manos por “herencia familiar”), pero
amarillentas y un poco más reacias a pasar que lo normal. Solo un poco. Ya va
adquiriendo ese encantador aroma que tienen los libros viejos. Añejos, como los
vinos. Y no tengo nada en contra del olor a libro nuevo, ese también es
sanamente adictivo; pero los viejos es donde se desata esa emoción sensorial
que solo es descriptible poniendo la nariz entre las páginas. La droga de
aspirar libros.
En mi edición, son 300 páginas. Quién hubiera
pensado que antes de llegar a completar las dos manos de cumpleaños, los diez
dedos, ya habría leído más que varias personas a esa edad. Ahora tengo tres
bibliotecas en mi cuarto, repletas de libros y si sigo así, iremos por la
cuarta. Digamos que tres cuartas partes de todos esos, los leí. Los demás
forman parte de esa lista en constante crecimiento de los que falta leer. Las
vacaciones de la facultad son mi oasis.
Don Julio Verne, por lo tanto, fue el que
directa o indirectamente, como se lo quiera ver, motivó a este joven escritor
derivado en periodista a dedicar parte de su tiempo a los gloriosos hábitos de
leer y escribir. De recorrer mundos desconocidos y de crearlos. De dejar que la
imaginación propia camine de la mano de la de algún autor que quizás murió hace
100 años, o que quizá vive hoy al otro lado del planeta. Todo gracias a ese
francés visionario.
Con el pasar de los años descubriría que Verne
era un adelantado para su época. De repente, el ídolo pasaba a ser más grande
de lo que podría haberme imaginado. En ese tiempo fue cuando conocí al capitán
Nemo y su Nautilus navegando por
debajo de los siete mares. O cuando apareció de la nada y sorpresivamente en La isla misteriosa, llevando el asombro
a lugares recónditos. Dí La vuelta al
mundo en 80 días e hice el Viaje al
centro de la tierra. Volé por los aires durante Cinco semanas en globo, y traté de hacer el Viaje de la tierra a la luna, pero desgraciadamente no lo pude
terminar. Es el único libro en lo que va de mi vida que dejé por la mitad. Dos
veces intenté y no pude seguir. Igualmente, no me preocupa, todo tiene su
momento, y cuando lo necesite, estará allí en su lugar. Porque esa es la
genialidad de los libros.
Con Miguel
Strogoff podría decir que pasó algo parecido. De chico, como ya conté más
arriba, lo leí de cabo a rabo. Lo quise releer con varios años más a cuestas y
me quedé en el capítulo XI. Ahora me fijo y sigue estando ese viejo señalador
de “La boutique del libro” que es rectangular con un círculo arriba. Son los
misterios de la vida.
No obstante, pese a no haber podido terminar la
segunda vuelta hace unos años, continúa poblando mi memoria como el primer
libro que encendió mi imaginación con la vida de un personaje y las ideas de un
autor. Pasando por alto esos libritos que habré leído en la primaria, vale
aclarar. Ese francés barbudo contándome la historia de un intrépido mensajero
ruso fue el que abrió la puerta a los tantos autores que complementan mi
pedestal literario en la actualidad. Simplemente, para mencionar algunos:
Stephen King, Michael Crichton, John Grisham, Isaac Asimov, Tolkien.
Obviamente, hace falta un gran etcétera.
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