Cuando la genética no tiene sentido

*La foto es meramente ilustrativa.


No sé si es una cualidad que tengo yo o si hay alguna razón cósmica detrás, pero la gente suele sentárseme al lado para conversar. Y con gente me refiero a desconocidos. Quizás tengo aspecto de tener ganas de iniciar una charla, pero no es que haga algo adrede. Solo se dan las situaciones. Y, por lo general, una vez que empiezan a hablar, suelen ser buenas historias. Bello y gratuito material para este humilde blog. Como la de Ramón, el viejo bilbaíno que se me sentó al lado, en un banco, frente a la estación de tren de Pozuelo.


Sin mediar introducción –porque estas conversaciones empiezan así, de improviso, sin ameritar saludo alguno- me dijo: “Me he escapado del supermercado para salvarme de hacer las compras, estoy con mi esposa, mi hija, su marido, y mi nieta de siete meses… salí buscando un poco de tranquilidad”. Es curioso porque hace un par de días un amigo me dijo que una de las palabras que se le viene a la mente a la hora de describirme fue justamente ese ‘tranquilidad’. Pero este viejo (con su poco pelo blanco nieve, pullover verde y pantalones marrones) no me conocía, no me conoce, de nada.

Comenzó a contarme su historia. No importó que yo hubiese levantado la vista del libro que estaba leyendo. Es que a veces las historias se te presentan ahí, fuera de las páginas. Como aquella de ‘Las monjas traficantes’, en el tren Roca, volviendo a casa desde City Bell, en Buenos Aires. No obstante, en este caso, el viejo me dijo que era de Bilbao, que tenía 72 años y que estaba jubilado. “Ahora lo único que hago es caminar”, comentó, a tono de broma. A decir verdad, eso seguro es lo que lo mantiene tan joven, porque yo no le daba más de 70 años ni de casualidad.

Era bastante atento también. Pero no atento de amable, sino de verdaderamente estar prestándole atención a todo lo que sucedía a nuestro alrededor. Porque cuando por la vereda de enfrente pasó una mujer musulmana, vistiendo su tradicional pañuelo en la cabeza (el hiyab), Ramón empezó a hablarme de religión. Y en una de esas largó: “Y sí, hay que rezar, hay que rezar para no ir al infierno”. “Igual, todo eso de la vida y la muerte, del destino, de Dios… al final es al que le toca, le toca”, agregó.

“Porque, por ejemplo, mi abuelo fumaba y se murió a los 84 años; mi padre fumaba también y solo llegó a los 65; y yo… ¡fumo y ya voy por los 72!”, exclamó. “¡Que no me hablen de genética ni nada de eso porque en mi vida no tiene sentido!”.

Después me empezó a contar de Bilbao, que es una ciudad atravesada por un río estrecho, con solo dos líneas de metro, una a cada lado. “Mucho más simple que Madrid, pero a mí me gusta caminar”, acotó. Enseguida le dije que yo había ido a Bilbao hace un par de años porque tengo familiares allí y fue en ese momento que me preguntó de qué parte de Argentina soy, porque claro, el acento es mi más valiosa carta de presentación.

Lo llamativo de hablar con alguien no argentino sobre Argentina es que, de acuerdo a mi experiencia personal, la conocen o por lo deportivo o por las crisis políticas/económicas. Ramón se refirió a lo segundo y coronó su breve disertación de actualidad con un “el problema de Argentina es que vosotros estáis lejos de todo”. Lejos del desarrollo, lejos de Europa, lejos de Estados Unidos. Para nuestro interlocutor, la proximidad es clave. Habría que contrastar la información con un analista internacional. "Bueno, vuelvo a entrar que me deben estar buscando", concluyó.

En fin, hoy vi una charla TED, de Anne Lamott, llamada ‘Las 12 verdades que aprendí de la vida y de escribir’. Una de esas verdades es “recordá que cada cosa que te pasa es tuya y solo vos tenés la oportunidad de contarla”. Ese fue el disparador para acordarme de Ramón, el viejo bilbaíno. ¿Y ustedes qué historias tienen para contar?

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