¡Dos cafés para la mesa diez!

Es impresionante la cantidad de conversaciones sorprendentes que se pueden escuchar al pasar en un café si tan solo prestamos un poco de atención. Algunos dirán que no corresponde, que es el equivalente natural (y de nicho) a la magnánima tecnología de escucha de la NSA estadounidense o del FSB, su par ruso. Otros podrán esgrimir que es de mala educación. Yo les digo que ese tipo de lugares, como el bar palermitano de Juan Tolva (el mozo que me suele hablar de fútbol), lugares con movimiento, son un panal de historias. Y de lugares así, los que son como yo, hacemos miel. 


Fue hace poco, un día de semana a la tarde, en ese horario en el que casi no quedan medialunas y uno casi que se ve obligado a pedir un alfajor de mousse de chocolate para acompañar el cortado. Eso pasa cuando le pedís alguna recomendación gastronómica a don Tolva, que ese día no tuvo tiempo de hablarme de fútbol porque el local estaba que explotaba (o ‘petado’, como dicen los españoles). Entonces, mientras leía el diario, enseguida paré el oído para escuchar, cual acto reflejo, porque las conversaciones que se sucedieron en las mesas cercanas eran dignas de escribirse. Ya me dirán luego. 

“¡Dos cafés para la mesa diez!”, dijo Tolva en voz alta, transmitiéndole el pedido a su par de atrás de la barra. La mesa diez estaba a mi izquierda, y los cafés eran para dos señoras de avanzada edad que conversaban muy animadamente sobre una historia de indiscreción, celos, desamores y lujuria. 

“...y entonces que cambie de marido”, dijo la señora 1, con el pelo teñido de castaño claro, un saco beige y unos aros circulares hipnotizantes. “Una lástima, porque su marido es médico”, añadió rápidamente, con un dejo de pena en la voz.

Su acompañante, la señora 2, de más o menos la misma edad pero con la valentía de llevar su melena blanca al viento, intervino: “Sí, pero yo no creí esa historia, me pareció una barbaridad, y más tratándose de Horacio que es un pibe recto, bueno, amable, conocido de la familia... me parece que es todo demasiado dramático para ser cierto”.

Díganme si ustedes no dejarían de leer el diario para escuchar una charla así. Total, no conozco a ninguna de las dos señoras, ni a Horacio, ni a ninguno de los personajes que participan en la historia. Fue como escuchar un audiolibro, pero con la certeza de que las teclas de la máquina de escribir estaban sonando detrás de bambalinas. Ao vivo. Y como la de Horacio, debe haber millones de historias similares o distintas, que eventualmente llegan a la mesa de un café. A la mesa diez.

O un joven de unas mesas más allá que parece aún no haber comprendido la finalidad de las redes sociales. “Todos mis compañeros me mandan solicitud de amistad y yo no se la acepto a ninguno, ni a mi vieja le acepto”, afirmó. 

E incluso algunas aseveraciones más extrañas, cercanas a la estratósfera de lo exagerado y absurdo, que me hacen reflexionar si escuché bien en su momento o si me equivoqué al tomar nota. Porque no creo que sea algo común escuchar lo siguiente: “Martín, cuando yo le digo a la gente que después de una liposucción salga al balcón y se mire al espejo, no estoy hablando pavadas”. No sé, juzquen ustedes, lectores. En ese punto yo ya estaba en la Matrix, no sabía si todo eso era real o una realidad mentirosa. 

Y como si esto fuera decir poco, como si la anécdota no fuera ya de por sí extravagante, entró al bar Jack Nicholson. Bah, su clon porteño, el Jack Nicholson del subdesarrollo. Imagínense la cara del actor de Hollywood algunos años atrás. Con su avanzada calvicie, entradas grises, el poco pelo revuelto y enmarañado, una frente prominente, con una barba de varias semanas, anteojos, con un semblante de que la vida es mucho más pesada de lo que parece pero a la mierda todo. Vestía una campera a cuadros negra y celeste, jeans y mocasines marrones. Antes de pasar al fondo y sentarse, ya le había hecho ademán al mozo de que quería un café.

Mientras tanto, en la tele el noticiero transmitía que había caído una banda de delincuentes en Florencio Varela que salía a robar empuñando el histórico sable corvo del Almirante Brown. 

La realidad supera a la ficción, siempre. 

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