Aprendiendo a manejar el subte

Parecía que iba a ser un viaje en subte normal, de esos que no ameritan nada más que ser vividos. Pero éste fue especial. Sucedió hace como seis meses, cuando iba y venía de Barracas a Pilar (y viceversa) por la pasantía en Diario Perfil, y quedó perdido entre mis notas por alguna extraña razón. Nada me podía preparar para estar en el primer vagón de una formación del viejo y querido subte D en el que el maquinista no sabía muy bien cómo era la cosa. ¡Chaque tu subte!


Era un día más en la ciudad de las baldosas flojas, de la gente apurada, de los autos que apenas respetan los semáforos. Y esa monotonía de ir tan seguido para esos pagos te va sumergiendo en la rutina furiosa e incotrolable de los embotellamientos, de los subtes que no funcionan bien, y de los relojes que no se detienen. Siempre llegamos tarde y la excusa de la demora es válida porque es Buenos Aires. Pero mientras que la batería del celular siga viva para darnos una realidad ajena para mirar, está todo bien. Hasta que quizás levantás la vista, o te sacás los auriculares, y percibís una realidad propia donde el subte se detiene otra vez. Más de lo habitual. Y algo raro pasa.

Parado en el primer vagón, de espaldas a la puerta de la cabina del maquinista (la parte de adelante, como canta Calamaro), agudicé el oído y noté que quien manejaba esa formación no estaba solo. Eran por lo menos dos personas. Ya íbamos por la tercera o cuarta estación y en cada parada las puertas se abrían y cerraban como dos o tres veces hasta finalmente quedarse abiertas. Una prueba de obstáculos para los pasajeros, para variar la usual incertidumbre de un viaje en el subte porteño. 

Supongo que la explicación fácil era que se trataba de uno de esos subtes (en aquel momento) nuevos. Esos que son un poco más amplios y tienen un caño parado en el medio, como los que ya abundaban en la línea C. Para la D eran unas naves, halcones milenarios subterráneos. Faltaba nomás, en aquella ocasión, el Han Solo que supiera dominarlos. 

Y todos ahí en el primer vagón escuchábamos perfectamente la conversación entre los que en ese momento manejaban el destino de nuestras vidas. Como para ponerle algo de dramatismo a la ya dramática situación. O tragicómica.

Una de las voces, digamos, la de la experiencia, se quejaba de que “cómo los van a mandar solos”. Era inconcebible. Nomás “tres días y a pastorear”. Y los borregos éramos nosotros, viendo una seguidilla de puertas que se abrían y se cerraban en cada estación, sintiendo el corcoveo de la formación al querer arrancar, como si hubiera que poner primera sin saber manejar un auto manual. Y aparentemente, la voz de la inexperiencia, la que decía “estoy probando” era solamente una más de otras tantas, en otros trenes subterráneos, que se habían largado a pastorear después de tres días de entrenamiento. Se ve que esas 72 horas no fueron suficientes. Y es que uno puede aprender a disparar en una academia pero realmente estará preparado para la guerra después de probar suerte en el campo de batalla. Éramos más que borregos, éramos el bautismo de fuego del subte. Ao vivo. 

“Es un quilombo de puertas esto, aparte”, siguió la conversación. En el rebaño ya nos mirábamos todos con cara de qué está pasando. Sonrisas cómplices de incredulidad, meneando las cabezas de lado a lado como único silencioso comentario. Porque qué se puede decir en una situación como esa. Hasta que una de las tantas almas con la que compartíamos la penuria exclamó: “¡Nos reímos pero estamos pagando el sueldo de esta gente!”. Fue el rompehielos Almirante Irizar que esas ovejas necesitábamos. De repente, y por unos largos instantes, fuimos personajes de la ‘Rebelión en el subte’, esa obra que supo escribir un George Orwell porteño en una realidad paralela. Y las recriminaciones fluyeron como cataratas, un Niágara de vocablos, un Iguazú de palabreríos. “¡Qué tanta demora puede haber en un tramo recto hasta Catedral!”, ay amigo si usted supiera. 

Hasta que por fin arrancó otra vez la máquina. Siguió el viaje. Incluso hubo un momento de éxtasis en el que pareció volver todo a la normalidad. Como cuando finalmente dejás de sentir las manos de tu viejo sosteniéndote y aprendiste a andar en bicicleta sin rueditas. Arrancó. Y las quejas quedaron en un stand by sospechoso. Con el eterno caedor, el típico personaje que va haciendo equilibrio sin agarrarse a nada; con un joven con su desvencijada mochila verde; con un señor que era un calco del viejito del Monopoly, pero con traje marrón. El resto de nosotros, los borregos de siempre, buscando llegar tarde adondequiera que estuviésemos yendo. Después de haber sobrevivido al día de entrenamiento.

Comentarios

Entradas populares