Boca vs River: Infiltrados en un terremoto de Superclásico


Fue el único superclásico que tuve la suerte de ver en La Bombonera sin ser socio de Boca y lo vi desde un palco. No desde los palcos que se pueden imaginar, sino desde uno que estaba al fondo de uno de los codos del estadio, el que da a la calle Brandsen, en la segunda bandeja. Fue en el 2005 y Boca le ganó 2-1 a River a pocos minutos del final. Ahora que lo pienso, a días de un duelo histórico a nivel internacional entre ambos equipos, fui un afortunado. Porque ese partido tuvo de todo: desde un nerviosismo recalcitrante, desesperación y bronca, hasta un divino desahogo y felicidad máxima. Y, como si fuera poco, algunos valientes infiltrados hinchas de River en la platea local. ¿Se imaginan? Se los cuento.


En aquellos lejanos años todavía dejaban ingresar al público visitante a los partidos. Por lo que desde el sector de la visita lanzaban de todo menos piropos. El folklore del fútbol es hermoso hasta que te tiran algún objeto contundente en la cabeza o cuando la gravedad también ayuda a que te meen desde arriba. Todo eso lo vi desde la posición privilegiada (y protegida) que teníamos con mi viejo, porque no sé cómo había conseguido esas entradas en su oficina.

Para mí era una experiencia nueva, y hasta el día de hoy, única. Nunca más entré a un palco para ver un partido de fútbol. Desde entonces, las pocas veces que fui a la cancha, fue a platea o popular. Sentarse a ver el partido en unas cómodas butacas y poder servirse sandwiches de miga (no tan ricos como los de Banfield) y gaseosa a placer, encima en un Superclásico, era la gloria. A los 12 años uno no se da cuenta de esas cosas. A los 25 decís ‘uau’. La felicidad está siempre ahí escondida a simple vista.

Boca formó con Abbondanzieri; Álvarez, Schiavi, Morel Rodríguez, Calvo; Cagna, Gago, Guglielminpietro, Vargas; Barros Schelotto y Palermo. River con Costanzo; Diogo, Ameli, Gerlo, Mareque; Lucho González, Mascherano, Zapata; Gallardo, Farías, Sand. 

Papeles en el viento, los típicos cantitos de cancha, la cara más bonita de la moneda que es el folklore futbolístico argentino. Ya La Bombonera temblaba desde el comienzo, pero nada comparado a lo que vendría después. Mientras tanto, en el palco, como suele suceder cuando te sentás a mirar un partido en la cancha, compartís espacio con un montón de directores técnicos. Hasta el que no sabe, sabe y opina. Y está bien, porque es fútbol. Total, de la discrepancia con un extraño sobre a quién tiene que poner o sacar el DT al abrazo de gol, hay solo una pelota. 

Boca pegó primero. La euforia, esa de quienes empiezan ganando un Superclásico, la desató quien hoy es entrenador de Boca. Don Guillermo Barros Schelotto. Palermo se la bajó de cabeza, desde la izquierda, y el Mellizo reventó la red, un fusilamiento desconsiderado desde la puerta del área chica. Es que en este tipo de partidos, un poco de desconsideración al momento de definir es la que va. 

Hasta ahí, todo bien. Sin embargo, al minuto uno del segundo tiempo, los infiltrados se delataron. Boca pareció haberse dormido en los laureles cuando salió del entretiempo, entre tanta algarabía que emanaban las tribunas, y Lucho González puso el uno a uno. Un respiro para los hinchas de River que aprovecharon para desquitarse. Incluso unos cuatro o cinco a quienes se les escapó un grito de gol, rápidamente solapado, jamás olvidado, justo adelante del palco. Es que el club de la Ribera había puesto a la venta pocas entradas para el público visitante y, bueno, algunos se la jugaron. Y se ve que pensaron que venía la remontada millonaria. Qué sé yo. Lo cierto es que, cual dibujito animado, todas las caras de aquel sector se dieron vuelta para mirar a aquellos hombres. Ya le estaban rezando a todos los dioses griegos, romanos, cristianos y precolombinos, para desaparecer y aparecer en alguna playa de Centroamérica, lejos del lío que se les iba a armar si ganaba River.

Por suerte para ellos, en el minuto 81, el ‘Chelo’ Delgado desató un hermoso terremoto con un golazo de tiro libre que se metió por sobre la barrera, inalcanzable para el arquero. Y todo se fue al carajo. Estalló el estadio. Dicen que La Bombonera tiembla, pero aquel día jugó en la escala de Richter. 

Los infiltrados agacharon la cabeza, abatidos. Si te quejás cuando tus amigos o familiares, hinchas de otro equipo, te gritan los goles en la cara, tomate un minuto y reflexioná en silencio lo que deben haber sentido esos tristes gatos locos ahí, abandonados a la merced de una alegre y descontrolada hecatombe del hincha. Ya cuando les empezaron a tocar cornetazos a centímetros de los oídos y a acordarse de todas sus familias, agacharon aún más la cabeza, y se retiraron por respeto al gran ganador. 

Mientras tanto, el estadio era una avalancha. Una alegría inconmensurable. Un solo grito de gol interminable. ¿Fui feliz? Sí. Y si la efimeridad de la felicidad vale la pena para momentos como ese, ojalá que la alcance nuevamente con estos dos superclásicos que se nos vienen encima. Porque si al fútbol no lo vivís así... ¿Realmente lo estás viviendo?

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