Los sándwiches de Banfield
Ahí estamos. La evidencia en el FB de Puro Banfield. Foto: Puro Banfield |
Cuando dicen “que viva el fútbol” enseguida un
futbolero argentino acérrimo asocia la frase con las palabras de un relator de
la televisión pública. Esa frase que exclama en medio de un partido cuando un
jugador desparrama magia (y defensores) y sumerge al público y al propio
relator en un éxtasis irrefrenable. Y momentáneo.
Esa frase, no obstante, tiene un significado
mucho más profundo y visceral. Es la esencia común a todos los equipos, clubes,
copas, lo que fuera. Seas del Real Madrid, Guaraní Antonio Franco, Barcelona,
Juventus, Monterrey o cualquier otro, el amor por el fútbol, siempre debe
estar. De chico se entiende más. De pibe te deja fascinado un partido en el
parque Rivadavia y pensás que el habilidoso de uno de los dos equipos es la
reencarnación de la estrella del momento (hoy sería Messi). Hasta pensás que tu
viejo es Maradona.
En algún momento eso se pierde. El fanatismo
por el club propio nos deja ciegos. O sin memoria. Que no está mal, es parte
del crecimiento psicológico y moral de cada uno. Tomen o dejen esta excusa
bonita, pero la realidad es que esos partidos de las plazas ya no son lo que
eran y solo tenemos ojos para el club de nuestros amores y lo demás importa
solo si están cerca en la tabla de posiciones. O si se puede dar un cruce en la
copa. Por ende, los partidos del parque Rivadavia pasan a ser unos simples
niños jugando.
Postal de la hinchada del Taladro. Foto: Matías Mestas |
Yo tuve la oportunidad de desempolvar ese
afecto esencial por el fútbol cuando casi de la nada un amigo me invitó a ver a
Banfield. Siendo hincha de Boca, ir a la cancha de otro equipo rival en primera
es caratulado por muchos como una herejía. Vendido, panqueque, sos infiel a tu
club y a la hoguera por brujo. Es una inquisición futbolera que te hace pensar
dos o tres veces antes de aceptar una invitación así. Por alguna extraña razón
del universo, acepté y fui, y fue un espectáculo hasta que a Banfield se lo
dieron vuelta en el segundo tiempo.
Pero más vale empezar por el principio, que así
es todo más fácil.
La estrategia era simple, viable, pensada hasta
el hartazgo. De esas que no pueden fallar ni aunque lo diga Tusam. Ir en auto a
Banfield saliendo desde Pilar a las siete de la tarde del viernes. Ya toda una
odisea en sí misma. Porque hora pico y las autopistas llenas. Porque
básicamente es cruzar la ciudad de Buenos Aires de norte a sur.
El siguiente paso, comprar las entradas para
luego ir tranquilos a comer algo y tomar unas birras. Porque, sin dudas, íbamos
a llegar con tiempo de sobra. Total el partido empezaba a las nueve y media de
la noche.
Éramos tres. Un hincha de Banfield, uno de Boca
y uno de River. Cualquiera que se jacte de supersticioso del fútbol podría
haber argumentado que una yunta así no tenía forma de portar buenos augurios. Pero
hombre de poca fe ¿Qué son las supersticiones? ¡Si llegamos con como cuarenta y
cinco minutos de antelación! Y eso sin mencionar que bajamos de la autopista
como tres salidas antes. Porque aguante la colectora.
Hasta ahí iba todo bien. Aproveché y me
actualicé sobre el presente de Banfield. Creo que tenía idea de tres jugadores
nomás que jugaban en el equipo. Es que de vivir afuera seis meses, el último
espectáculo deportivo oficial al que había ido fue un partido de los Chicago
Cubs. Y por si la mayoría de ustedes no tiene la menor idea, es béisbol.
Llegamos. Estacionamos a dos o tres cuadras de
la cancha. Y se le pagó al trapito. Como corresponde en esta corrupta sociedad
argentina. No te lo digo pero o pagás o “te rayamo todo el coche, amigo”.
Mínimo.
Las mil maravillas se extinguieron cuando vimos
lo que salían las entradas a la popular. Cifra redonda, doscientos pesos. Un
partido de viernes a la noche, para ver Banfield-Belgrano. Doscientos pesos.
Nosotros habíamos ido pensando que la cosa andaba por los cien, un poco más quizás.
¡Pero doscientos! Capaz jugaba el hermano de Cristiano Ronaldo.
Banfield-Belgrano. Ganó 2-1 la visita. Foto: Matías Mestas |
Empezamos a mirar nuestras billeteras esperando
que imprimieran papel moneda. Si eran dólares o euros mejor. Porque tarjeta de
crédito no aceptaban. Y los tres habíamos ido con la plata justa para comprar
esa entrada perfecta de cien, algo para cenar y listo el pollo, pelada la
gallina. Por como venían las cosas, iba a ser entrada, arañando las paredes,
sin cena, sin birra, sin pollo y sin gallina.
Por suerte, entre todos llegamos justo a pagar
las tres entradas. Y había hambre. Esa que es peor cuando estás sin efectivo y
los locales de cinco cuadras a la redonda solo aceptan esa forma de pago.
Estábamos como en esa escena de Stand by
me cuando los cuatro amigos se sientan en la vía del tren a contar las
monedas para ver qué podían comprar para comer. Pero claro, ellos tenían
dólares. Con el dólar blue a catorce mangos, nosotros salimos perdiendo. Con
suerte una pizza chica para los tres, o un alfajor. O un par de migas de pan.
Sin querer y con poco más de media hora de
margen, nos encontramos haciendo un paseo turístico nocturno por las calles de
Banfield buscando un lugar que aceptara tarjeta. Con el hambre como estandarte.
Como a unas siete, ocho cuadras, nuestra Meca
gastronómica fue un local de picadas, La Fontina. Dios apareció en forma de los
tres últimos sándwiches que quedaban y los arcángeles fueron una botella de
jugo y un “sí, aceptamos tarjeta”. Nos salvaron la vida.
Era una señal de que el Taladro, sin dudas, iba
a golear tres a cero al rival cordobés. Y el primer tiempo terminó siendo
prometedor. Uno a cero arriba con gol de penal. Todos lo gritamos, cantamos los
cantitos de la barra, puteamos al arquero del Pirata, y al árbitro. Porque
aunque no lo fueran, en la cancha siempre hay faltas que el juez no cobra. Y la
puta que te parió Pezzota. Si hasta los cocacoleros y los “crocante la
garrapiñada” parecían estar contentos. Pero bueno. ¿Qué son las supersticiones?
Los locales se quedaron y lo dio vuelta Belgrano ya promediando la segunda
mitad. No hubo sándwiches que valgan.
Almeyda hizo tarde los cambios. Que tendría que
haber puesto a fulano en lugar de mengano. Que el equipo se metió atrás. Que si
hubiéramos jugado igual que en el primer tiempo. En la popular somos todos
directores técnicos. Y está bien. Está perfecto. Porque eso es lo que nos
gusta. El fútbol. Ese juego incomprensible para algunos y apasionante para
tantos otros. Eso que te deja al borde de un paro cardíaco en una definición
por penales (y alerta cuando llegue a la tercera edad). Siempre vamos a tener
algo para decir, sea la final del mundial, un Boca-River, Barça-Real o Banfield-Belgrano. O un
mete-gol-entra en el parque Rivadavia. Y si hay sándwiches para la previa,
mejor.
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