Zumbidos en la noche
Una noche como cualquier otra. Volar era una de las cosas que mejor se le daba. La otra, comer. Algo que, pensaba, se podía aplicar a cualquier otro ser como ella. La oscuridad era total en el ambiente, excepto por alguna que otra lucecilla lejana, como esas rojas que se apoderan de los televisores apagados. Sin embargo, no importaba. Lo único que tenía en mente para aquella noche era no parar de volar, hasta el cansancio, y pensar en comer, porque no podía evitarlo.
La brisa era tenue, casi podía sentir las hojas y las ramas de los árboles acariciando las ventanas. Como amantes entre las sábanas, luego de los temblores. Se trataba de una velada de ensueño para la que no esperaba complicaciones. Así se lo había propuesto antes de despegar. Como si su pequeño cerebro fuera algo que pudiera torcer el universo. Pero bueno, pensamiento positivo, dicen por ahí.
Realmente lo disfrutaba. Ese sentimiento de libertad que le generaba ser una con el aire, deslizarse por las leves corrientes, al amparo de la oscuridad. Y era una sensación más que reconfortante. Porque, imagínense, después de varias semanas de estar en cama por ciertas necesidades fisiológicas, lo primero que alguien como ella quiere hacer es volver a realizar esa actividad que la hace feliz. Volar, volar, volar (aunque estaba empezando a sentir hambre). No podía creer cómo la mayoría de los hombres con los que se había cruzado en su vida preferían limitar su tiempo de vuelo o no arriesgarse tanto a la aventura. En definitiva, terminaban yendo siempre a los mismos bares, a consumir lo mismo, como otros bichos hacen con el néctar.
¡Bum! Lo que pareció ser una explosión la desvió de su curso. Cuando pudo recomponerse y recuperar estabilidad atinó a preguntarse qué carajo había sido eso. Justo cuando había encontrado una zona de vuelo agradable, más calurosa. Siempre algo pasaba. ¡Bum! ¡Bum! Las turbulencias fueron máximas y encendió el estado de alerta. Eso era uno de los detrimentos del silencio de radio: sí, te proporcionaba más tranquilidad y te ocultaba del enemigo, pero cuando te detectaban... Y antes de despegar ya pensaba que quizás tendría que haber hecho algo con las alas, para que hicieran un poco menos de ruido. No obstante, ya era tarde.
¡Bum!¡Bum!¡Bum! ¿Eran bombas? ¿Se había movido el suelo? Probablemente por las explosiones. Algo se estaba moviendo, un derrumbe. Un deja vu de memoria colectiva le trajo recuerdos del Blitz. Curiosamente, palabra que al pronunciarla sonaba casi como el sonido de sus alas. ¿Blitz? ¿Qué era el Blitz? Bombas, sí. ¿Pero dónde? Creyó ver edificios, gente gritando, sirenas, disparos... En una noche que había sido calma y expectante hasta que se desencadenó el quilombo. Casi un calco de la velada que ella estaba viviendo. O sobreviviendo. ¡Bum! Otra vez. ¡Bum, bum! No tenía fin. Y esa última explosión la sintió como un golpe. Si hubiese estado sobre un ring ya estaría pensando en que suene la campana para ir a sentarse a su rincón y que la asistan. Pero no. Podía seguir volando.
En eso, el suelo que se movía, o la montaña que fue a Mahoma, o lo que fuera cerca de lo que estaba volando se acercó repentinamente a ella. Como si fuese un ser vivo. Un ser de otro mundo. Y cuando pensó que era el fin, vio la luz.
El hombre se cacheteó inútilmente dos, tres, cuatro veces la cara, todavía adormilado, e inmediatamente prendió el velador. ‘Estos putos mosquitos’, pensó. Hace un mes que había empezado la primavera y ya empezaron a joder. Y estaba seguro de que era solo uno que lo estaba molestando, descubriéndole el insomnio. ‘¿Alguna vez se preguntaron por qué pueden escuchar a los mosquitos en la oscuridad pero no cuando las luces están prendidas?’, pregunta retórica a la nada de su cuarto, mientras intentaba divisar dónde mierda estaba el malnacido insecto esbirro del mismísimo diablo.
‘¿Y por qué, encima, se la pasan volando cerca de la cabeza?’, continuó. ‘¡Porque son unos bichos de mierda!’. Cachetazo uno, cachetazo dos, cachetazo tres. A esta altura ya estaba de pie sobre el colchón, en posición de combate. ‘Bring it on!’, susurró, idealizándose como el Batman de Christian Bale.
Cuando lo vio, el mosquito estaba encima de la lampara de su mesita de luz. El manotazo fue mortífero, letal. Como cuando en el fútbol el jugador va a la pelota pero termina llevándose puestas ambas piernas del contrincante, con los tapones en plancha y levantando pasto. La única diferencia fue que, además de terminar con la vida de nuestra protagonista (que fue hacia la luz, como dicen las escrituras), derribó luz, lámpara, mesita, despertador, y televisor, ese de la lucecita roja.
La historia es escrita por los vencedores. Enseguida se durmió. A la mañana tendría tiempo de inventarle al hotel alguna excusa digna.
¿Por qué los mosquitos vuelan cerca de nuestras cabezas a la noche? Las hembras (que son las que chupan sangre, los machos beben néctar de las flores) pueden oler gases como el dióxido de carbono, que emanamos al respirar. Y, por supuesto, sienten el calor corporal. Mejor saber eso que romper una lámpara, un reloj despertador y una tele.
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