Remarla y remarla



Ya no sé si seguirme sorprendiendo o tomarlo como una costumbre. El hecho de que mi café/bar preferido de Palermo siga contándome historias insólitas continúa ocurriendo, como aquella vez del Michael Douglas del subdesarrollo. Pero esta vez no fue la versión sudaca de ningún actor hollywoodense. Más bien, una historia que tranquilamente puede servir de argumento para algún largometraje. Así que preste atención Campanella, que aquí puede estar su próximo Oscar a mejor película extranjera.


Todo comenzó semanas atrás, en ese bar ubicado a un par de cuadras del Alto Palermo, el bar de Juan Tolva, el mozo que más sabe de fútbol. En medio de mi tradicional merienda de los viernes, que ya los mozos saben sin preguntarme, empiezo a escuchar una conversación poco común. Sin dudas, lo suficientemente poco común como para que mis orejas se pusieran en alerta. Como las antenitas de vinil del Chapulín Colorado. Por supuesto, quiero creer que, ustedes lectores, sí contaban con mi astucia.

Enseguida levanté la mirada y posé los ojos sobre la mesa en cuestión. Tres señoras, que entre las tres sumarían, a edades similares, unos 180 o 200 años, estaban con el modo conversación activado. Y con el volumen alto. Yo creo que, con un poquito de presteza por parte la audiencia, tranquilamente podrían haber sido un reality ao vivo. Y lo particular, sin tener en cuenta la conversación, era que cada una vestía una blusa o saco de un color llamativo diferente. Es por eso que daré por llamarlas Azul, Rosa y Negra.

La frase que puso en alerta mis orejas fue: “…y bueno, Luis, mi marido, se murió, ¡pero pueden creer ahora él también se llama Luis y hasta tiene las mismas iniciales!”. No sé si lograrán entender la ecuación, porque a mí me costó un poquito. Resulta que Negra, viuda de un Luis, pongámosle Luis I (a lo rey francés), ahora está saliendo con otra persona que, oh casualidad, también se llama Luis (Luis II) y que hasta comparte las iniciales de nombre y apellido con el difunto. ¡Hay algo en esa aura tuya, Negra! Pero esperen, no queda ahí.

“Y es que lo conocíamos desde antes a él”, siguió Negra, mientras Rosa le hacía las preguntas de rigor para animarla a seguir el relato. Meras formalidades. La Negra iba a seguir igual, nada podía interponerse en su camino lingüístico. “Es más, si mirás la foto de su casamiento (el de Luis II), yo estoy sentada en la primera fila; es increíble, él era más o menos conocido de la familia pero de chico no se animaba a hablarme porque era pobre, trabajaba en un banco y yo era la sobrina del dueño del banco”, siguió el relato.

Luis II, un tipo casado, se ve que andaba teniendo problemas con su mujer. Y evidentemente, siempre le había tenido ganas a la Negra, ganas que reflotaron hace no tantos años. “Para esa época yo vivía viajando por Europa, Alemania, España, y también por Brasil, y en una de esas, por Río de Janeiro, me lo encuentro (a Luis II), y ahí nos ponemos al tanto, me cuenta que está mal con la mujer, que esto, que lo otro”.

A los pocos meses, la Negra, quien ya para esto estaba completamente compenetrada con su discurso, se lo vuelve a encontrar. Esta vez, caminando por las calles de Palermo (como aquel tema de El Pescao). “Me lo cruzo, lo miro, y le pregunto: ‘¿Vos me estás siguiendo?’, ‘sí’ me dice… yo me di vuelta y me fui; después me llamó, me pidió perdón, ya para esto le conté que mi marido había fallecido, hasta que un día él vuelve de un viaje por Brasil y me trae un regalo, imaginate, se lo tiré por la cabeza”.

Y así varios intentos de Luis II que quiso, a toda costa, arrimarle el ala a la viuda. En algún momento se ve que cambió la táctica, comenzó a ayudarla con determinadas tareas, trámites, hasta que eventualmente empezaron de a poco a salir. “La remó y la remó, y ahora estamos juntos”. Final feliz, y en el nombre del género, mis felicitaciones para Luis II por perseverar. Solo espero que haya valido la pena.

Como si eso fuera poco, las tres señoras comenzaron a compartir ciertas intimidades del susodicho. Que ronca mucho, que tiene ordenados todos los placares (“parece una mina de tan ordenado”), que es de Tauro, que los de Tauro son tercos, que les gusta disfrutar mucho de todos los placeres terrenales como buen signo de tierra que son… “¿Todos los placeres?”, preguntó Rosa. “Sí, querida”, le contestó entre risas su interlocutora.

Y como si fuera a propósito, como si fuese una línea del guion de una sitcom de Warner, ¿quién pudo haber entrado al bar en ese momento? ¡Luisito! Justo cuando nuestras amigas estaban por poner en pausa a la menopausia. “Señoritas, ¿cómo están?”, saludó. Luisito, un hombre alto, con cara de santurrón, anteojos, pelo color ceniza, de jean, camisa blanca y una campera negra, de esas que están de moda, que son de ski, pero que como son medio infladas parecen una especie de chaleco salvavidas.

“¿Negrita, vino el plomero?”, preguntó Luis. Y no, el plomero no había ido, que seguro al día siguiente, pero que él vaya subiendo al departamento que ella subía atrás de él. Luisito jamás se enteró de que segundos antes, era él el tema de conversación. Y se fue, así como llegó. Minutos después, la magia del relato ya se había perdido y la Negra se levantó para irse, como había dicho.

“¡Y vos no dijiste nada, pobre!”, acotó, dirigiéndose a Azul. A lo que ésta respondió: “Es que no podía interrumpir tremenda historia”. Y claro. És que tots som Blau.



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