La Plaza San Martín de San Martín de los Andes



Hay algo surrealista sobre levantar la vista de un libro y encontrarte con una plaza tranquila, ese aire puro de montaña, una estatua de San Martín bien hecha, y varios cerros de fondo. No se consigue. Con pocas palomas, y hasta los teros suenan distinto. Qué sé yo. En la plaza principal de mi ciudad, levantás la vista y ves edificios. No sé por qué dejé pasar tanto tiempo para escribir esto sobre mi estadía en San Martín de los Andes, quizás sea una manera de extender mentalmente esas vacaciones que ya se me terminaron hace rato.


No me acuerdo ni qué estaba leyendo en ese momento, creo que “El cuento de la criada”. Era una de las últimas semanas en San Martín de los Andes antes de que empezara a nevar. Realmente, en temporada de precipitaciones, que me hayan tocado días tan lindos fue como si tuviera algo de idea del clima patagónico. Y la verdad es que me cuesta entender el clima porteño. Pero sí, era levantar la vista y encontrarte con araucarias (que cobran más importancia al enterarte de que son árboles sagrados para el pueblo mapuche), con robles, raulís (el raulí, una de las maderas más caras de la región), y otras varias especies de árboles que no recuerdo. También, te encontrás mirando a una estatua de San Martín bien hecha. Y digo bien hecha porque hay toda una teoría sobre las patas de los caballos en las estatuas.

Pero sobre todo la tranquilidad, las familias, los niños jugando. Pensando en que quizás, esa cotidianidad que llevan les impide apreciar lo magnífico que es estar en una plaza céntrica y poder ver cerros.

Justo frente a mí, yo estando sentado en un banco de madera, una rayuela. Más allá un árbol. La rayuela era una extraña, una moderna, si se quiere. Plagada más de círculos, semicírculos y triángulos, que de los tradicionales cuadrados. Eso sí, bien colorida, en contraste con el cemento gris de la vereda. Enseguida pensé en Cortázar, con un pie ‘del lado de acá’, otro ‘del lado de allá’ y con la cabeza en otros lados. El árbol, por su parte, todo un mundo en sí mismo. Un tronco grueso en su base, que enseguida se divide hacia afuera en cuatro ramas enormes. Y éstas, en ramas cada vez más chicas allá por lo alto. En resumen, de esos árboles que de chico te invitan a trepar.

“¡Emi, bajate de ahí!”, grita una hermana mayor. Emi, una niña rubia de unos doce años, no hace caso, está muy ocupada explicándole a su nuevo amigo, un pibe más o menos de la misma edad, cómo subirse al árbol. Para Emi, ahora una mancha rosa entre las hojas, subir parece ser lo más natural del mundo y, si no fuera por el grito de su hermana, hubiera seguido en su camino hacia donde las ramas se convierten en ramitas. Mientras tanto, su amigo, de buzo gris, fracasa una y otra vez en su intento por superar esas primeras cuatro ramas enormes iniciales.

Cuando Emi finalmente baja, se escucha que la hermana mayor (a la que yo le haría caso en todo lo que me pidiera, sin dudarlo) le dice que está bien que trepe pero que “no subas a las ramas de más arriba”. De mala gana, Emi acepta y vuelve al juego con su amigo, dispuesta a hacerle el play-by-play para que logre subir de una vez. “Para mí es más fácil porque yo soy una escaladora”, empezó. A partir de ahí, se suceden las explicaciones de en qué lugares exactos pisar, cómo usar los brazos, qué hacer para subir. Un caso de éxito. En menos de diez minutos, después de haber estado como media hora intentando miserablemente, buzo gris estaba arriba.

Como recompensa, él le enseñaría después a Emi a andar en skate. Y ya después me fui, quizás habiendo presenciado el nacimiento de una amistad que durará años. Qué poderosa es la infancia como para poder transformar el árbol de una plaza en una gran aventura ¿no?  

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