Resaca de un domingo al mediodía
Son las
12.01 del domingo 20 de mayo. El sol acaricia las cortinas de la ventana después
de varios días seguidos de estar solo a nube y agua. Es como si me diera una
segunda bienvenida al condado de Fairfax. Y yo, acostado en una cama que es envolvente,
de dos plazas y con comodidad surround all around you como te susurra la
publicidad del cine; con una resaca de esas que te ponen la cabeza en stand by,
la primera que tengo en suelo estadounidense desde 2015 en Chicago.
Es el
resultado, claro está, de una noche de locura inconmensurable. Una noche de
house party en la que los que no pertenecían eran, al revés de la norma, los
gringos, y las nacionalidades presentes eran la chilena, venezolana, colombiana,
peruana, algunas más, y nos los representantes del pueblo de la nación argentina.
Reunidos en una suerte de congreso internacional, un mercosur de la cabeza,
tomando Bud Light, fernet, pisco, moonshine, whiskey, Fireball, y otros tantos
elixires espirituosos. De más está decir que si en los parlantes suena Damas
Gratis es porque hay algún argentino apoderándose de la cuenta de Spotify. En
un confuso episodio, las noches de joda de los que supuestamente somos millenials
se enmarcan musicalmente con eso. Cumbia villera, cuarteto, y otros sonidos que
tuvieron su momento de gloria allá por los comienzos del nuevo milenio. En el
medio de todo eso, un yankee pidiendo a los gritos que pasen Twist and Shout,
en una noche que no estaba para Beatles.
Como
todo en este país, la fiesta fue en un sótano que tenía el tamaño del
departamento más grande en el que hayas estado y no importa cuándo estés
leyendo esto. Yo podría vivir tranquilamente solo en la mitad de ese sótano y
ser feliz. Lo único, ese sótano de Rockville no tiene barra como el sótano de
Fairfax. Es que todo no se puede.
Ya son
las 12.20. Estoy más cerca de levantarme, más cerca del borde de la cama. En
una misión imposible, como las de Tom Cruise, que después terminan siendo todas
posibles. Espero que esta sea así, por el bien de la humanidad. Porque para
empezar a remontar la resaca estaría necesitando un Potomac de agua para tomar.
‘¡Lucy,
Lucy, Lucy!’, se oye. Están llamando a la perra más alegre e hiperactiva de
todo el condado de Fairfax. La casa empieza a tener vida de a poco, otra vez. Quizá
ya sea tiempo de abandonar la comodidad de esta cama insondable y regresar a la
tierra de los vivos. Dejar de escribir sobre fiestas que terminaron al amanecer
y de rememorar las bellas siluetas de las latinoamericanas. Dejar de pensar en cómo
escondíamos el fernet en el armario de debajo de las escaleras para que no se
lo acaben, porque qué es eso de caer en fiesta de casa ajena, no llevar una
puta cerveza y tomarle el fernet a los pibes.
Ya está,
12.30. Me levanté. Por fin salió el sol en Fairfax, Virginia.
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