Lo que (no) mata es la ansiedad pre-vuelo


La ansiedad antes de un viaje es una de esas sensaciones que no te mata. Que, sin dudas, te exprime, te estruja, te zarandea por todo el campo de batalla, pero que al final te fortalece. O por lo menos así lo vivo yo. Los que han compartido oficina conmigo sabrán que mi avión mental comienza a despegar como seis meses antes del avión real, y que cada viaje lo saboreo antes de llegar, como cuando sentís el aroma a la cocina de mamá antes de sentarte a la mesa.


Ya puedo imaginarme las escenas, como si la historia volviera a repetirse. Un hombre parado en un aeropuerto, llevando una valija, cargando al hombro una mochila y toneladas de ilusiones. De esas que suelen cumplirse, en su mayoría, en este tipo de viajes. Porque ya estuviste ahí antes, ya sabés a qué atenerte. Y al mismo tiempo no tenés ni idea y volvés a ser ese joven de pie en un aeropuerto enorme, desconocido, rodeado de gente que no habla tu mismo idioma natal y que ni se da cuenta de que estás ahí. Vas siguiendo los carteles, subiendo, bajando escaleras. Mostrás el pasaporte, y cuando el de migraciones te mira y te dice que está todo bien y podés pasar, la aventura toma forma. Ya estás ahí. Todavía queda otro vuelo, pero se pasa volando.

Ese es precisamente el instante en el que ya ni te importa que en el largo viaje desde Baires hacia donde quiera que hayas aterrizado te hayas tenido que bancar al pibe de atrás que te patea el asiento, al bebé de al lado que llora, a la comida de cartón de ese chicken or meat, o chicken or pasta, al que quiere meter la vida en el compartimento para el equipaje de mano, al que se agolpa para bajar primero del avión. Y ni hablar de si te toca un roncador al lado tuyo

Todo se va, se diluye como una de esas pesadillas al despertar. Sabés que hubo algo, pero ya ni te acordás bien qué. Y viene el momento de caminar y buscar la puerta desde donde saldrá el vuelo de cabotaje, ese que finalmente te llevará a destino.

A esta altura ya tiraste a la basura ese chicle que venías masticando y que se sacrificó para que no se te taparan los oídos. Quizás un café. Una escapada furtiva al baño. El darte cuenta de que los kioscos ya no tienen alfajores. Gente tranquila, gente apurada, somnolientos, durmiendo en alguna incómoda posición, sentados, leyendo, perdidos en sus computadoras o celulares, hablando, caminando sin rumbo, o con rumbo. Como vos, que vas buscando la puerta de embarque que todavía dice que tiene destino a cualquier otra parte pero que en un rato será la tuya.

Y es tu turno de sentarte, leer, escribir, observar toda esa fauna de los aeropuertos, y comparar si es verdad lo que imaginaste que iba a ser y que dejaste escrito en estas líneas. O si los aeropuertos cambian alguna vez. Caminar sin rumbo, estirar un rato las piernas, y un café. 

Para mí no. Para mí los aeropuertos no cambian. Cada uno tendrá lo suyo, en varios tendrás esa cinta mecánica que te hace sentir superpoderoso cuando la caminás a la velocidad del rayo, los altavoces en diferentes idiomas y tonadas, personas esperando. En algunos tendrás que sacarte hasta el cinturón y los zapatos, en otros no tanto. Lo que sí, muchas historias. Y alguna seguro, como esas gotas de lluvia que invariablemente caen algún momento en el mismo lugar, una historia que transpira esa ansiedad pre-vuelo. Una sarta de palabras que no se conocen entre sí, pero que se cruzan y se dan sentido (andá a saber cuál), como la gente en los aeropuertos.

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