Sobre el día que casi muero y el otro que casi quedo encerrado por la nieve, todo en un shopping
Como varios de los que me conocen ya saben, durante todo el mes de diciembre y principios de enero estuve trabajando como auxiliar de seguridad en un shopping de acá, de Madrid. Un centro comercial, como le dicen. Y es que, si hay varios argentinos que se vienen a lavar copas a Europa, los que no hemos tenido el placer, terminamos, en cierta manera, vigilándolos. O, al menos, ese ha sido mi caso. Jamás me habría imaginado que trabajaría de esto. Pero bueno, en su momento, tampoco me habría imaginado trabajar de mantenimiento y limpieza en una universidad estadounidense, y lo he hecho. Es más, la nevada histórica que estuvo azotando a Madrid en estos últimos días me hizo acordar a aquella fabulosa experiencia en Chicago.
Lo que tampoco me habría imaginado nunca es
haber estado cerca de no contarla. O de quedarme encerrado durante días en un
shopping. Aclaro, fueron dos días distintos. Pero para hacer esta historia más
catastrófica y trágica, decidí comprimirlas en un solo post. Aunque no quiero
empezar el relato fehaciente de los hechos sin antes dejar en claro que tenía
en mente ir contando algunas otras de mis aventuras como auxiliar de seguridad,
pero que esta nevada histórica desbarató mis arduos trabajos de planificación.
En fin, aquí voy.
Sobre el día que casi
muero (y ni me di cuenta)
Todo empezó una tarde, en el comedor exclusivo
que compartimos los auxiliares de seguridad y los vigilantes en el centro
comercial. Yo había llegado hace un rato, ya me había puesto el uniforme, y como
me quedaban todavía unos minutos antes de hacer el relevo a mi compañero, fui a
tomarme un café. Algo que no suelo hacer, salvo los días, como ese, que tenía
por delante una guardia nocturna de doce horas, de seis y media de la tarde, a
seis y media de la mañana. Uno necesita toda la energía posible.
Verán, el comedor es una sala relativamente
grande, con varias heladeras llenas de tuppers y botellas de agua que llevan
los que trabajan allí; tres máquinas expendedoras (una de café, una de
comestibles, y una de bebidas); una mesada con una pequeña bacha para lavar los
platos y dos microondas que se turnan para funcionar bien; y seis mesas de
madera chicas que, antes de la pandemia, se juntaban todas en el medio formando
una mesa grande, pero ahora están un poco separadas para mantener la distancia
de seguridad.
Mientras estaba tomándome el cafecito, entra
una de las señoras de limpieza. Me saluda y me dice: “Contigo quería hablar”. Y
empieza la historia.
Resulta que, el día anterior, en las primeras
horas de la tarde, ella estaba llegando a trabajar en una de las dos líneas de
colectivo que llegan al centro comercial. Y me vio, en la entrada del
estacionamiento, dirigiendo el tráfico para uno de los tres niveles. Hasta ahí,
todo bien. Aprovecho para comentar que, a día de hoy, sigo sin entender por qué
la gente, viendo que si en un parking, que así le dicen por estos lares, hay
más de mil lugares disponibles, y en el otro hay solo 10… se meten al que tiene
solo 10. Un misterio. En consecuencia, la tarea del auxiliar en esos casos es
desviar la mayor cantidad de vehículos para que entren al que tiene más lugar.
Obviamente, tenemos chaleco reflectante, linterna, y todo el show, para que no
nos pasen por arriba. O, por lo menos, esa es la intención.
Pero, como bien supo decir Tusam: “Puede fallar”.
Porque, según la señora de la limpieza, un auto casi me atropella. “Yo estaba
llegando en el autobús y tú estabas allí”, me dijo. Y continuó: “Un coche negro
estaba por entrar al parking y, no sé, se arrepintió, y quiso volver para la
calle”. Esa es una práctica que, curiosamente, mucha gente hace. Un amague que
siempre está al borde de generar accidentes. Claramente, yo he sido ejemplo. “Pero
justo pasamos nosotros con el autobús y el coche tuvo que dar el volantazo”,
siguió la señora. “Fue tan rápido que el conductor pensó que te habían
atropellado”, concluyó.
A todo esto, yo escuchaba la historia
completamente estupefacto. Sobre todo, porque jamás me percaté de lo que estuvo
a punto de ocurrirme. De mi experiencia cercana a la muerte. Del día en que
casi me muero y que ni me di cuenta. “Cuando llegué a trabajar le dije a mi
jefe que avisara a la gente de seguridad de que están arriesgando la vida de
los auxiliares, poniéndolos a currar allí”, acotó la testigo de mi casi muerte.
Lo más gracioso es que, si no me lo contaba, ni me hubiese enterado. ¿Cuántas
veces, quizás, estaremos cerca de morirnos y nadie nos lo cuenta?
Sobre el día que casi
quedo encerrado por la nieve
Y esta
segunda anécdota es más cortita, pero no por eso menos loca. Porque estuve a
punto de pasar la nevada histórica de Madrid, encerrado en un shopping. ¿Cómo
me salvé? Pues, de casualidad. La salida de mi último día de trabajo, bah,
noche de trabajo, porque entré el miércoles y salí el jueves por la mañana, fue
justo antes de que comenzara a nevar en la ciudad.
Hace horas nomás me enteré de que, el viernes,hubo alrededor de 100 personas que se quedaron encerrados allí porque, por el temporal, no pudieron salir. Estuvieron, por lo menos, dos días atrapados,
durmiendo sobre cartones, con almohadas del Primark, comiendo en las tiendas
gastronómicas del shopping, todo eso que uno suele ver en las películas y
piensa: ‘Esto jamás me va a pasar a mí’. A veces, la realidad cuenta otra
historia.
Y yo me salvé. Y ese fue el día que casi paso
la nevada histórica de Madrid, encerrado en un shopping.
Muy buen post Matías!
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
Eliminar