La bizarridad de Salvador Illa, en mute, en un café


Son las 19.15 horas de un miércoles post nevada histórica en Madrid. Salvador Illa, el ministro de Sanidad español, está hablando en la televisión, en mute. Con el semblante serio y los dedos de las manos entrecruzados sobre la mesa, Illa habla, en mute, sobre el nuevo récord de contagios en España. ‘Se viene la tercera ola’, pienso yo, también en mute. Pero, claro, yo no hablo en mute en la televisión de un café. Yo suelo animarme a hablar en mute aún sin cámaras.

 

A mi derecha, un joven, con buzo verde oscuro y pantalones de corderoy caquis, escribiendo como un poseso sobre un cuaderno.

 

Delante de él, sobre la mesa, un vaso de agua a medio tomar, una taza de café que ya parece haber cumplido su cometido, y un plato con migas de cruasán y unos cubiertos encima, cruzados como los huesos de una bandera pirata.

 

A mi izquierda, una mesa llena de lo que los eufemismos de moda reconocen como ‘adultos jóvenes’, un precioso oxímoron. Se van turnando para tomar shots de tequila, whiskey, o lo que fuera. Hablan en voz alta, ríen en risa alta, bromean… en broma alta. Por un momento transmiten esa sensación de vieja normalidad, esa de antes de la pandemia. Hasta que uno empieza a toser, de repente, y los ánimos se calman un poco. Pero, nada. Enseguida retoman ese vestigio de vieja normalidad y beben esos retazos de alcohol.

 

En la mesa de al lado, una joven, sola, se toma un café. Su actitud inquieta, sus ojos perdiéndose entre las agujas del reloj, dan la sensación de que está esperando a alguien. Y se acerca el mozo.

 

Lo que me resulta agradable de los mozos de este café es que, la mayoría, son colombianos. Y su tonada y su vocabulario me hacen acordar al relato de ‘El Flecha’, de David Sánchez Juliao, que ya he mencionado alguna vez. Y, en consecuencia, a mi buen amigo marinero de agua dulce. De todos modos, mi oído evidentemente aún no logra discernir la totalidad de los acentos colombianos porque, al preguntarle alguna vez a uno de ellos si era costeño, me respondió que no, que era de Cúcuta.

 

En los parlantes suena, de fondo y despacito, pero sobreponiéndose entre la maleza del bullicio, música de los 80, de los 90, del 2000. Décadas musicales que me agradan. Y se acerca el mozo, con un shot de lo que estaban consumiendo los adultos-jóvenes, y le dice a la joven-joven: “Invitación de los caballeros”.

 

Yo supongo que lo de “caballeros” es una figura retórica. Bah, no supongo, te lo firmo. Habiendo trabajado de auxiliar de seguridad, casi como un guardia, uno aprende a llamarle “caballero” a cualquier bagayero bípedo que circule por la faz de la tierra. Así que sí, de caballeros, solo tenían la rima.

 

La joven, que parecía haberse arreglado para una cita, se sorprende y casi escupe el café. “Gracias, pero no sé si debería”, dice, medio tímida. “Soy menor de edad, tengo dieciséis”, añade. Acto seguido, el mozo espeta una de esas frases que suelen esgrimir los camareros para librarse de ese tipo de situaciones incómodas, y se retira airoso. La joven, que, a rigor de verdad, no aparentaba ser menor de edad, se da vuelta y les agradece a los “caballeros”, tratándolos de “chicos”. Otro maravilloso eufemismo para definir, por oposición, la realidad.

 

Y todo sigue igual de bien. Ya no es Illa el que habla en mute, es el presidente de Murcia, Fernando López Miras. Y el pibe del buzo verde sigue escribiendo. Y llega el novio, amigo o conocido, de la joven. Y ella le dice, minutos después, que le encanta la canción que suena. Creo que era algo de Aerosmith. Y yo pienso que 'qué bueno que a las nuevas generaciones les guste algo que no sea solo trap y reggaetón'.

 

En otra mesa, otra pareja, que no se miran, que no se hablan, que no riman, que solo tienen ojos para sus móviles. Que es difícil hasta que se vean por casualidad, estando en un café, como en la canción '11 y 6', de Fito Páez. Más allá, un viejo sentado, solo, abrigado hasta la médula, en el único sillón del café, en ese que yo siempre me quiero sentar pero que siempre está ocupado. El viejo, con la mascarilla abandonada sobre el apoyabrazos, duerme sentado, con auriculares puestos. Como si a toda la situación le faltara todavía una pizca de bizarriedad*.

 

Mientras el viejo duerme, los adultos-jóvenes siguen tomando, gritando, y riendo; la joven menor de edad sigue hablando animadamente con su acompañante; la pareja de los móviles sigue navegando por internet, ajena a cualquier conversación que podrían estar teniendo; el camarero colombiano de Cúcuta va y viene; un par más entra y se sienta a tomar unas cañas; y el pibe de verde sigue escribiendo en su cuaderno, ya con el vaso de agua vacío, como si la velocidad de escritura lo deshidratara.

 

Pero no es así, yo solo tenía un poco de sed. Y todavía estoy dudando si la palabra ‘bizarriedad'*, en realidad, existe.

 

*Sobre bizarriedad. Como pueden apreciar en el título, el uso correcto de la palabra es ‘bizarridad’. Elegí dejar su uso improvisado e incorrecto en el texto para que no perdiera la originalidad del momento. Igualmente, como me suele ocurrir en estas situaciones, recurrí a alguien que de palabras sabe más que yo, y ella tampoco sabía cuál era el sustantivo de ‘bizarro’. Y me mandó a preguntarle a la Fundéu, entiéndase, la Fundación del Español Urgente, “que son los más fiables y mañana tienes la respuesta… ¡y después me la das, claro!”. Y, efectivamente, la Fundéu me contestó al día siguiente que, antes que bizarriedad, “sería más bien bizarridad”. Ahora ya sé, ya sabe la que de palabras sabe más que yo, y ya saben ustedes.

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