Un verano italiano por Billinghurst y Charcas
“No puedo
escuchar la música del Mundial de 1990 sin entristecerme. Supongo que ustedes
saben a qué melodía me refiero. Todos los mundiales tienen la suya. Esa
cancioncita que acompaña las transmisiones y que a veces cantan en vivo en la
ceremonia inaugural. Creo que la del Mundial de los Estados Unidos se llamó ‘Gloria’
o cosa por el estilo. En México hablaba de ‘el mundo unido por un balón’ o
alguna otra pavada alusiva. En el de Corea-Japón no sé cuál fue la oficial,
pero aquí en la Argentina se la pasaron dale que dale con la cancioncita del
gordo Casero”. Como apreciarán, yo no escribo tan bien. Esto es el comienzo de ‘Un
verano italiano’, un cuento del gran maestro Eduardo Sacheri.
Decidí
empezar este relato así, más por humilde homenaje que por otra cosa. Esto ni se
va a comparar con ese cuento. Simplemente, me venía guardando esta historia que
me pasó hace un par de meses y lo que escribió don Sacheri fue el disparador
necesario para sentarme a escribirla. Oh, casualidad, pasó cerca del bar deJuan Tolva, el mozo que más sabe de fútbol. Por Billinghurst y Charcas, más o
menos. Yo todos los viernes camino unas ocho cuadras por Billinghurst hasta la
Avenida Córdoba y de ahí hago un par de cuadras más para llegar adonde estoy
yendo a aprender a bailar swing. O a intentar aprender a bailar swing, porque
soy bastante de madera.
Fue en ese
trayecto que sucedió. Una experiencia surrealista, que aún no termino de
comprender, pero que (por si hacía falta) reavivó ese sentimiento pasional por
el fútbol. Ese que a veces pierde volumen por los desmanejos de la AFA, porque
el fútbol es un negocio, porque tu equipo de repente no le gana ni a un club de
jubilados, y todas esas barbaridades, algunas más o menos ciertas, que se
dicen. El amor por el club no se pierde. Pero el fútbol va y viene. A veces
simplemente no te acordás de ese sentimiento hasta que te pasan cosas. Y a mí
me pasaron cosas.
Era un día
más, un viernes como cualquier otro. Yo siempre retrasándome y llegando algo
tarde a la clase. El mismo síndrome de los que vivían cerca del colegio y llegaban
tarde. Como me queda cerca, demoro la salida hasta que después, indefectible e
increíblemente, llego tarde. Y así. Entonces, iba con un caminar presuroso y en
una de las veredas me cruzo con un pibe de no más de tres o cuatro años
pateando una pelota. Estaba jugando a los pases con el padre, gritando gol cada
tanto y festejándolo como si fuera el más gritado de Palermo en La Bombonera. Y
aminoré la marcha. Porque esas cosas en Capital no las veo muy seguido. Será
que me estoy poniendo viejo que estas cosas me llegan de una manera en la que
jamás pensé que me llegarían hace unos 10 años. O menos, incluso. No obstante,
hasta ahí, una historia normal que te la puede contar cualquier hijo de vecino.
Hasta que,
de la nada, empezó a sonar una canción. No sé cuál. Pero fuerte, como si el
cielo utilizara los edificios de parlantes, queriendo musicalizar el momento. Y
no, era un pibe que por alguna extraña y curiosa razón estaba probando unos
parlantes en el balcón del primer o segundo piso de un edificio, justo frente
al uno contra uno intergeneracional futbolístico. En eso, el padre pisa la
pelota, levanta la cabeza y alza los brazos, casi emulando al mejor Riquelme antes
de un tiro libre, cuando se quejaba de que la barrera estaba muy cerca y que
todos sabíamos que, en realidad, quizás sí estaba cerca pero no importaba, que
era una maniobra de distracción de Román antes de vacunarte. Sin embargo, acá
no fue una queja a ningún árbitro. Fue un pedido. “¡Poné la de Italia 90!”, gritó.
Y el pibe del balcón sonrió, algo sorprendido, y ni lo dudó.
Segundos
después, un verano italiano acaeció sobre Billinghurst y Charcas. La pelota
volvió a rodar. Los gritos de gol. Yo seguí caminando, habiéndome alegrado el
día, rememorando un mundial que no vi porque nací en el 93. El pibe del balcón
seguía sonriendo, mirando para abajo. El pequeño futbolista no entendía nada. Y
el padre seguro se sentía Caniggia contra Brasil, feliz de poder jugar al
fútbol con su hijo, teniendo tan épica banda sonora como acompañamiento.
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