Un bondi cargado de buenas intenciones



Al chofer le vomitaron encima. En mis muchos viajes realizados de Pilar a Capital y viceversa, infinidad de veces tuve que cambiarme de colectivo (de la línea 57, por supuesto) porque se rompía el motor, o se recalentaba, o porque se pinchaba una cubierta, o lo que se te ocurra. No obstante, nunca antes había pensado que iba a tener que hacerlo porque al chofer le vomitaran encima. Esto ocurrió esta semana y fue un momento realmente desagradable. Pero, si bien hubo bastantes ‘suben el precio del boleto y no mejoran el servicio’ y ‘debería haber seguido manejando, vomitado y todo’, lo mejor no fue eso. Fue el bondi cargado de buenas intenciones que me tomé a la vuelta.


Había ido a Capital por motivos que no vienen al caso, y como no anduve por Palermo no pude irme a tomar uno de mis cafecitos al bar del gran Juan Tolva. No, anduve por la zona de Facultad de Medicina (¿qué es eso? ¿Recoleta?). Fue cuando regresé a Plaza Italia para tomarme el bondi que comenzó la historia que trataré de plasmar acá.

Como el más perenne de los árboles, en cualquier época y horario del año hay una fila larga para subirse al 57. Aquella noche de martes no fue la excepción. Lo inusual fue que el pibe que estaba adelante mío, al llegar yo, abandonó su lugar como perseguido por el mismísimo Mefistófeles. Fue uno de esos momentos en los que no sabés cómo actuar. ¿Tengo que esperar a que vuelva? ¿Va a volver? ¿Me adelanto y ocupo su lugar de una o voy probando el terreno de a poco a ver qué onda? ¿Me dirán algo? Cuando me di vuelta, el pibe estaba comprando algo una botella de agua en el kiosquito que está ahí, ávido de esa clientela cautiva esperadora de colectivos. A todo esto, yo había decidido guardarle el lugar. Porque, en definitiva, es la consideración que espero tengan conmigo si alguna vez me encuentro en esa situación.

Al volver, tomando agua como si recién hubiese atravesado el desierto de Atacama, el joven de rala barba y pelo atado en un pequeño rodete se mostró agradecido. Supongo que ya habría dado por perdido su lugar en la fila, habiéndolo sacrificado por una pequeña (y, asumo, carísima) botella de agua. Porque ese kiosquito, que también vende disimuladamente alcohol a altas horas de la noche, tiene el monopolio de los que tomamos el colectivo ahí para huir de la Ciudad de la Furia.

El otro día leí un retwit de la magnífica cuenta ‘Millenials Descubren’ en la que comentaba “Millenials descubren la vida”, seguido de un twit de una joven (¿Millenial? ¿Centennial?) que decía haber hecho tamaño descubrimiento. Y era algo así como que la gente suele conversar con vos cuando te sacás los auriculares en el gimnasio, “hay un mundo allá afuera”. Así me había pasado en el tren Roca, volviendo de CityBell, con el viejo que me contó la historia de las monjas traficantes. Y me volvió a suceder esperando el bondi. Hay gente que saca conversación de la nada. Algo que para los introvertidos como yo es algo siempre sorpresivo. Pero salen buenas historias de ello, es casi infalible.

Como la de este pibe que me dijo: “Gracias, estaba muerto; pasa que estoy empezando a hacer ejercicio, vengo caminando desde Santa Fe y Pueyrredón (como 20 cuadras) en vez de tomarme el subte… y además hace poco dejé de fumar”. “Ah, mirá qué bueno”, responde uno, parco, pensando en que, amigo, interrumpiste mi línea de pensamiento, pero todo bien, contame tus problemas. “Está bueno eso”, agrego, intentando parecer social. Y me contó que tiene un trabajo muy sedentario y que parece que no pero “el ejercicio ayuda”.   

“Químicamente está comprobado que libera endorfinas”, continuó, elevando la conversación a otro nivel místico. “Pero hasta que no lo hacés y lo sentís, no lo creés”, agregó. ¡Bum! Mi termómetro de vida sana marcó registros nunca antes vistos.

Después subimos al bondi y enseguida busqué sentarme más atrás, como para no contagiarme tanto del buen espíritu sano del muchacho. No sea cosa que se me ocurra peregrinar a Pilar a pie, por lo sedentario de mi trabajo. En ese momento, una mujer me llama y me pregunta si el buzo que a alguien se le había caído al piso del colectivo era mío. Y no. Acto seguido, empezó a preguntar uno por uno a los que ya estábamos arriba hasta que encontró a su dueño, que ni se había dado cuenta del faltante.

Sin dudas, fue un día de dos primeras veces extraordinarias. Eso de que le vomiten al chofer y esto de que todavía existen colectivos cargados de buenas intenciones.

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