Una estación de servicio, un culo y un brasilero rabioso



Era una noche de esas en las que un amigo necesita que uno esté ahí, bancando la parada. Cada tanto ocurren y, por lo general, son fuera de programa. Así, de manera intempestiva, en el medio de la noche y sin un lugar de destino fijo o agradable. Porque ese tipo de charlas no se tienen en un restaurante o en una cervecería (como sí pueden ser aquellas que dan inicio a un podcast); se tienen sentado en el cordón de la vereda de una estación de servicio, tomando una gaseosa, con los ojos puestos en los autos que pasan y en la noche que se queda. Por supuesto, todo eso puede cambiar en lo que tarda un brasilero en bajarse de su camioneta.


No recuerdo bien qué época del año era, pero no hacía frío. Era una velada de entresemana, después de cenar. Hasta ahí todo acorde a la rutina. Hasta que llegó un mensaje. Y hay ciertos temas que son para hablarlos en persona, aun cuando uno de buenas a primeras piense que mucho no puede cambiar. ¿En qué te va a ayudar contarme tus males y pesares afuera de una estación de servicio? No lo sé. Pero ayuda. Quizás las estaciones de servicio prestan servicios que ni sabemos. De nuevo, no sé. La cuestión es que, por esas casualidades, decidimos encontrarnos ahí, a metros de la autopista Panamericana.

Y hablamos. Y escuché. Y traté de dar consejo desde mi humilde posición, que no es fácil, eh, por eso me dedico más a escuchar. A veces prestar el oído vale más que esas frágiles palabras que se te puedan llegar a ocurrir en el momento. Sin embargo, esa situación no es el centro de este relato, sino lo que pasó inmediatamente después.

Como esto ocurrió hace algunos años, a veces la gente habla de la noche de la estación de servicio, del culo y del brasilero rabioso, pero la cuentan de a partes sueltas o como se las contaron a ellos. Es decir, mal. Hasta ahora no había registros fehacientes de lo que ocurrió. Yo lo dejo asentado en este blog por demanda de la posteridad, porque no vale la pena que se pierda en ese abismo que va dejando el tiempo al avanzar.

Después de haber estado un rato sentados en la vereda, entramos a la estación de servicio con intención de comprar una gaseosa. Uno pensaría que a esa hora hay poca gente, pero no. Por lo menos tres o cuatro personas adelante nuestro. Dos que no vienen al caso, una morocha despampanante, y un hombre de casi treinta años que tenía pinta de estar sumamente extasiado. Y no un éxtasis de felicidad precisamente.

De entrada ya estábamos medio en alerta porque este individuo, delgado y despeinado, no paraba de moverse, inquieto, como si detenerse un segundo significara la muerte. Transpiraba a mares y su cara la surcaba una sonrisa que describía de la forma más armoniosa esa frase que dice “estoy re duro”. Imagínense, a esa hora de la noche, con un tipo así, estábamos jugados, bah, entregados a los malabares del destino. En eso, se da vuelta y nos mira. Su semblante se transforma y su sonrisa pasa a ser de aleatoria a cómplice. Y empieza a señalar y a hacer evidentes gestos con dirección al culo de la morocha despampanante que tenía adelante suyo.

En su altitud mental cósmica se ve que pensaba que lo estaba haciendo de manera disimulada, pero ahí en la estación de servicio hasta la cajera ya lo tenía entre ceja y ceja. Es una situación incómoda que no sabés cómo puede llegar a terminar. Si fuera una película del Far West, el barman ya hubiese sacado la escopeta desde atrás de la barra, por si las moscas. No obstante, ahí seguía, mirándonos y haciéndonos caras, como para que le sigamos el juego. Y, claramente, no.

Segundos después, cuando ya le estábamos por decir algo porque era un triste espectáculo (aunque siempre manejando esa cautela de que el tipo estaba volando en la nube de Goku), tiró adrede sus llaves al piso, como redoblando la apuesta. Y se agachó, acercando su cara a centímetros de la mujer, a las piernas, al culo, jugueteando con las llaves, como si no las supiera agarrar. La situación no daba para más. Había que hacer algo. Ella no sé si no se daba por enterada por miedo o por desconcierto, ese en el que estábamos nosotros, pero pensando para atrás, menos mal que no nos metimos. Porque en ese instante, ingresó un morocho enorme (creo que el CrossFit no existía en el vocabulario argento todavía pero era candidato a practicarlo), barbudo, con remera negra, bermudas y una gorra, y a los gritos vociferando en un falluto español: “¡¿Pasó ago?! ¡¿Pasó ago?!”. Acto seguido, prorrumpió en una seguidilla de insultos en lo que nosotros interpretamos como portugués y unos amagues de golpes de puño que son universales.

Era, y seguirá siendo en nuestras anécdotas, el brasilero rabioso. Con justa razón, porque había estado viendo todo desde afuera. La fila para comprar, las dos personas que no venían al caso, su mujer, el extasiado y nosotros dos en nuestra aún tierna juventud. No me acuerdo si llegó a empujarlo al desubicado, pero si éste último no se meó encima fue de casualidad, porque empezó a pedir perdón en español, en portugués, ruso, chino y todos los idiomas que se les ocurra.

Qué sé yo, si nos metíamos, capaz ligábamos el quilombo de rebote. O nos perdíamos de presenciar al brasilero rabioso, santo patrono de las madrugadas en las estaciones de servicio de zona norte.


Comentarios

Entradas populares