Los Padres que no son papás de nadie
Si estuvieron leyendo mis crónicas de viaje en este blog, sabrán que uno de mis objetivos a cumplir durante el viaje era ir a ver un partido de béisbol por cada ciudad en la que me quedase. Y se podría decir que lo cumplí. Porque vi a los Washington Nationals en Washington DC, a los San Antonio Missions en San Antonio y en San Diego me tocó ver a los Padres que como les contaré, no fueron padres de nadie nunca. Por lo menos ante mis ojos.
Como argentino (porque los norteamericanos ven las cosas de otra manera, claramente) me entristece que los Padres jamás hayan podido ganar la Serie Mundial (que, sin ser mundial para nada porque es en EEUU, es lo más grande a lo que puede aspirar un equipo de béisbol estadounidense). Más me entristeció durante este viaje que hice porque prácticamente los vi tres veces. De las cuales perdieron las tres. Y ustedes se preguntarán cómo pude haber visto tres partidos de los Padres si solo vi un partido en San Diego. Entonces acá es donde me toca explicar otra más de las casualidades que me tocó vivir. Digo, entre paréntesis, que quizás ya la expliqué en algún posteo anterior, pero bueno, acá va de nuevo (o no).
En Washington, vi a los Nationals comerse crudos a los Padres y ganar ese partido 10 a 2. Creo que fue la primera vez en mi vida que voy a un partido de béisbol y veo tantos home runs. En San Antonio, vi a los Missions (uno de los equipos formativos de los Padres, perteneciente a las Ligas Menores) perder contra los Springfield Cardinals por 7-3. Y ahora va la frutilla del postre. En San Diego vi a los Padres perder de local contra los Cincinatti Reds por 7-2, que casi fue un 7-0, pero por suerte pude ver un home run. Y así fue el triplete. Uno en el que los Padres no tuvieron de hijo a nadie.
Por lo demás, los partidos de béisbol son una fiesta (ya de por sí en la tribuna de cualquier partido de las Ligas Mayores) y si se entiende el juego es bastante interesante para ver. Tienen razón en que no es sumamente dinámico como el fútbol o el básquet pero tiene mucho de estrategia, suspenso y destreza, que sirve para compensar ciertas carencias. De un duelo atomizado entre un bateador y un lanzador hasta un equipo entero desperdigado en un campo de juego enorme, donde más que nunca las individualidades hacen a un todo. Lo mágico es que es prácticamente imposible que un solo jugador te gane un partido y que, al mismo tiempo, las habilidades individuales de cada uno son elementales. Es imposible simplemente dársela al que sabe para que te gane un partido, y a la vez un solo home run te puede dar la victoria (pero conste que el resto del equipo tuvo que encargarse de haber dejado el marcador en cero). Es como una bomba centrífuga de emociones que de la nada puede explotar en un griterío inquebrantable o, al revés, enmudeciendo a esas moles gigantes y tecnológicas que los estadounidenses tienen como estadios.
Lo que destaco por sobre todo es haber visto un partido de béisbol de la MLB junto a mi amigo Hunter Landry, que es el único jugador de béisbol que conozco (lo hizo a nivel universitario). Admiro a esas personas que verdaderamente entienden un deporte y te pueden adelantar lo que va a suceder en una jugada, o qué puede llegar a hacer un jugador en cierto momento, o que saben varias estadísticas sin siquiera mirarlas en el celular. En Argentina conozco de esas personas en lo que respecta a fútbol, básquet o vóley. No obstante, en béisbol solo tengo un amigo que sabe, vive a 9.670 kilómetros de distancia y hasta aparece en los créditos del juego de Play Station ‘MLB The Show 18’. Me acuerdo patente cuando me dijo que uno de los corredores se iba a robar la segunda base y, en efecto, lo hizo a los cinco minutos. Eso solo fue todo.
Lo único negativo del estadio de los Padres, no me tomaron como válido mi documento argentino para comprarme una birra. Algo que no me había sucedido ni en Washington DC, ni en Texas, ni (años antes) en Chicago.
A la noche siguiente, casi no me dejan entrar a un bar por la misma razón. Sin embargo, la suerte estuvo de mi lado porque el guardia de la tercera puerta en la que tratamos, a la vuelta del edifico, era un mexicano que parecía el más malo de todos pero que fue una prueba más de que las apariencias engañan.
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