Llanterío coral

Hay algo sobre los aviones que no pasa por tu mente hasta que lo ves acercarse por el pasillo y sentarse en un radio de cuatro o cinco asientos a la redonda. Los hay gritones, llorones, pateadores compulsivos de respaldos, babeadores seriales, lanzadores de juguetes, revoloteadores de comida. Y a medida que van creciendo, la naturaleza los premia con el dichoso hábito de preguntar ‘por qué’ esto o lo otro cada dos segundos. Si alguna vez te tocó viajar en avión con uno o más bebés al lado, bienvenido al club.


Es una fauna diversa y sorpresiva la de los aviones. Concretamente, te podés encontrar con cualquier cosa. Hace un par de años, volando sobre las nubes de alguna parte de Estados Unidos, un señor se pasó la hora y pico de viaje dándome cátedra de los distintos tipos de aviones con los que disponía la aerolínea en la que estábamos; éra un ingeniero que me quizo evangelizar en el noble arte de la aerodinámica. Hace algunas horas, por ejemplo, al lado mío viajó una mujer que no paró de sacarse selfies durante todo el vuelo (y estaba muy lejos de ser una millenial).  No obstante, lo que los documentales de Discovery, Animal Planet y Nat Geo no te dicen es que los bebés son los depredadores más temibles en estos ecosistemas transitorios que se trasladan a miles y miles de metros de altura. La recomendación primordial, como cita erróneamente o no Michael Crichton en Jurassic Park, no se muevan. Y si es un vuelo largo, que la Fuerza los acompañe.

A fines de 2014, todavía lo recuerdo, tuve mis buenos pares de horas con patadas contra el asiento con una constancia y determinación digna de un baterista. Quizás haya tenido el honor de conocer los comienzos del Roger Taylor de alguna futura banda. De oírle tocar dentro de unos diez años en un estadio de Buenos Aires y algunas decenas de años después a su madre en un documental alegando: “fulanito ya marcaba el ritmo de chiquito, pateando los asientos de adelante en los aviones”. Soberanamente enternecedor.

Pero así y todo, jamás me había tocado escuchar una sinfonía de llanterío coral como la que tuve el honor de presenciar hace poco, regresando de tierra posadeña. Empezó con el despegue. Yo estaba sentado más o menos en la mitad del avión, bajo mi ventana una de las alas, y una fila más adelante y a la derecha, un bebé rompió en llanto. Una melodía poco melodiosa que fue in crescendo hasta que el padre de la criatura obró un milagro que la mantuvo en silencio por unos 10 minutos. Algo que en un vuelo de poco más de una hora fue bastante meritorio. 

En algún punto intermedio de la sinfonía, un pequeño infante ubicado detrás mío, empezó a despejar sus dudas existenciales dirigiéndole a su madre elaborados ‘por qués’ que dejarían satisfecho a cualquier filósofo naturalista. Por qué el sol es de ese color, por qué el avión no se choca con las nubes, por qué tenemos que tomarnos dos aviones para ir a Bariloche, por qué no me puedo bajar, por qué vamos a Buenos Aires, por qué los aviones tienen ruedas, por qué no puedo caminar sobre las nubes... y una larga lista de más ‘por qués’ que a mí me hubiesen sobrepasado a la quinta pregunta, pero la madre se ve que estaba perfectamente entrenada para ese ping pong discursivo y magistral. “El sol es de ese color porque es de fuego”, “el avión no se choca con las nubes porque va por arriba”, “no te podés bajar porque tenemos que ir sentados”, “vamos a Buenos Aires porque ahí tenemos que subirnos a otro avión para ir a Bariloche (...) porque este nos deja a nosotros y vuelve para Posadas”. Y así. Aplausos para la señora.

A media hora de llegar, finalmente el piloto anunció que estábamos por iniciar el descenso y eso pareció ser la señal indicatoria que desató el llanterío coral espontáneo más espectacular en la historia de la aviación mundial. El ‘pequeño de los por-qués’, que en algún momento concilió el sueño, se despertó en llanto y ‘quiero volver a casa’. Fue el comienzo del canon, o del quodlibet, o del armagedón, porque con tanto agudo sollozo, quizás los infantes sabían algo que el resto de los mortales no; así como algunos animales en los desastres naturales. Luego se sumó el que había llorado al principio del viaje, y después uno que iba en primera clase, y otro más de la parte de atrás, y hasta un quinto. Un coro de llantos. Llantos sopranos, llantos contraltos, tenores, barítonos, bajos... un llanterío coral de lujo, y estaban dando su concierto ao vivo para todos los pasajeros. Si hubiera sabido que Aerolíneas Argentinas tenía shows en vivo, no hubiera dado tantas vueltas al momento de comprar el pasaje.

En fin, cuando el avión aterrizó y se estacionó, fue como si el director coral hubiera cerrado su puño conductor, en ese ademán de agarrar una mosca en pleno vuelo con la mano. Todos los llantos obedecieron. Y la sinfonía de las lágrimas dio lugar al desfile de los grandes peleándose por bajar primero sus equipajes de mano.

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