La gracia del tedio de los aviones

Había pasado un tiempo desde que no viajaba en avión y hasta podría decirse que lo extrañaba. Esa tediosa espera sentado en la butaca esperando que el resto de los pasajeros suban, esa tediosa espera viendo cómo cargan el equipaje y esperando que terminen de cargar el combustible, esa tediosa espera viendo cómo la gente quiere meter ocho mil valijas en un solo lugar, discusiones, azafatas que van y vienen. 

Y después cuando el avión empieza a moverse y cobra vida, viene la tediosa espera del rodaje parsimonioso sobre la pista, acomodándose, esperando que otros dos o tres despeguen para finalmente tener esa línea recta libre para acariciar el cielo. Esa tediosa espera, viendo a las azafatas revolear las manos para todos lados indicando las salidas de emergencia y que la más próxima puede estar atrás tuyo y no lo notaste, y el cinturón de seguridad, y los celulares, y la mar en coche. En fin, esa tediosa espera... esperando. 


Hasta que la bestia comienza a acelerar a fondo y sabés que uno de los mejores momentos del viaje está por nacer. Y es que ese momento en el que te tiemblan hasta los últimos pelos del cuerpo, en el que la velocidad te empuja contra el respaldo, y ves manos apretándose hasta quedar blancas, rostros tensos, apoyabrazos siendo estrujados, y escuchás a pibes asombrándose y diciéndole ‘papá, estamos por volar’ y a bebés llorando como anticipo del fin del mundo y tantas otras cosas que suceden en esos contados segundos... ese momento en el que de repente dejás de sentir las ruedas, un sacudón y ya estás en el aire, con el estómago acomodándose; ese momento es indescriptible. Por eso no sigo describiéndolo, porque no se puede y porque por más que lo describa, es diferente. 

Pero eso se repite en todos los vuelos y estimo que si viajás seguido en avión, hasta le podés llegar a perder ese gustito glorioso, ese golpe de adrenalina de estar por suspenderte en el aire dentro de una máquina que pesa toneladas. Y eso de que cómo algo tan pesado puede volar y los autos todavía no. 

Lo que no se repite es ver y escuchar cómo las azafatas se sorprenden ante una situación en pleno vuelo. Bah, casi al final. Lo que lo hace aún un poco más descolocante. En mi no tan vasta experiencia en vuelos comerciales, jamás presencié algo como lo que me pasó hace poco, volando de Buenos Aires a Posadas. Ustedes sabrán que (y los que no lo saben, bueno, están por enterarse) antes de levantar vuelo, las azafatas pasan 200 millones de veces por el pasillo mirando que los pasajeros tengan todo en orden, que estén con el cinturón de seguridad puesto, las mesitas trabadas, celulares apagados o en modo avión, que el equipaje de mano esté en los lugares que le corresponde, y muchas otros detalles para que todo sea más seguro. 200 millones de veces pasan. 

Teniendo eso en mente, asómbrense conmigo al estar minutos previos al aterrizaje, una de las azafatas (de las más veteranas y que comandaba a la tropa) se acerca a sus colegas con una caja delgada y de alrededor de un metro de largo y les dice: ‘Miren con lo que viajó uno de los pasajeros de la fila 26’. Risas, chistes, y '¿en serio que viajó con eso?'. Más risas, más chistes y 'te juro que no lo vi, ¿seguro que era el de la 26?'. Yo lo vi al hombre viajando con eso al lado suyo, estando 10 filas más atrás. Probablemente también lo vio el muchacho que venía durmiendo al lado mío. Pero tres o cuatro azafatas que deberían haberlo visto no lo vieron. Y ahí fue el formidable minuto en que me dije ‘la pucha, menos mal que ya estamos llegando’.

Podrá parecerles una boludez. A mí también (ahora que sé que no pasó nada). Pero nunca había visto algo parecido. Tampoco había visto a una azafata tener vergüenza de despertar a un hombre que estaba despatarrado en el asiento para avisarle que se pusiera el cinturón, que estábamos por aterrizar. Y ya que estamos, tampoco recordaba llegar de Buenos Aires a Posadas en una hora y media, que se sintió más corta porque me dormí casi todo el trayecto. 

Después viene ese otro gran momento del viaje, ese momento en el que el estómago se te empieza a acomodar, y un sacudón, y las ruedas tocando la pista, y los alerones que cambian bruscamente de posición, y ya llegaste. Solo tenés que desabrocharte el cinturón y esperar a que el avión se estacione. Y ahí empieza la otra tediosa espera en la que nunca entendí por qué la gente se para enseguida y espera parada para salir, cuando pueden esperar esos 5-10 minutos cómodamente sentados.

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