Costanera hay una sola

Hay algo que tiene caminar, correr, o estar nomás, en la Costanera de Posadas que no tienen ningún otro punto del globo que he tenido la gracia de pisar. Es como una magia abstracta con forma, una ciudad entera que acaricia al Paraná, o un río inmenso que va y viene, rebotando contra una ciudad, contra las mentes de aquellos que la recorren quizás sin apreciar ese no sé qué que sí aprecia un (llamémosle) turista como yo.


Esta virtud insondable tiene al río seguramente como fuente inagotable de inspiración. De historias, de canciones, como la de la Posadeña Linda, la Bajada Vieja, y justamente el Paraná que nunca fue mío. Pero también el poder transitarlo y costear la ciudad en un camino que es y no es interminable, le agrega un condimento que va más allá de una mera extrañeza. Qué sé yo. Vos podrás caminar por la costa dorada de Chicago, desbordante de lujos y excesos, casi tan llena de dinero como de agua el lago Michigan; podrás pisar las costas del Mediterráneo en Barcelona, con sus aguas puras y cristalinas; y hasta la costanera porteña con sus carritos de choripanes y los aviones que salen y llegan de Aeroparque zumbándote los tímpanos. Podrás. Pero insisto, la costanera posadeña tiene su no sé qué que amerita reconocimiento. Diría que el único problema, por nimio que suene, es tener buena señal en el celular. Aunque, pensándolo bien, no es algo necesario.

Cada persona, cada pareja, cada grupo de ‘gentes’ que pasa por al lado tuyo, en un segundo te comparte sin querer sus historias. Desde las dos amigas que salen del colegio y se sientan en un banco a despotricar contra un fulano que cómo pudo engañar así a fulanita; los tres amigos que caminan yendo y viniendo acompañando a sus pareceres futbolísticos de cómo debería haber formado tal o cual equipo; las parejas de ancianos que encontraron el paraíso para sus artiuaciones, y seguro hasta se conocieron por ahí cerca; los corredores que, algunos más y otros menos rápido, son especialistas en esquivar a todos los ejemplos anteriores. Y cerca del puente que cruza al Paraguay, los pescadores, que dejan sus cañas repostando sobre la baranda, a la espera eterna de que algún desgraciado ser submarino pique. Y más a la tardecita los más jóvenes con los parlantes de sus autos a todo lo que da. Y los grupos que tienen un guitarrista designado. Y las familias que van con sus chiquitos a pasear. Y los ciclistas. Y más en verano, la noche del fernet, la birra, y la juventud en general. Y podría seguir aún más, pero temo que el párrafo se haga tan largo como la costanera y que al recurso poético del “y” para empezar las oraciones me lo confisquen por sobreutilización. 

Cómo olvidarme también de las posadeñas, que ‘ay, Dios mío’. 

Puede ser nomás, que parte de ese no sé qué sea por su gente. Puede ser también que lo sea por el solo hecho de que caminarla sea tan agradable, con el viento del río en la cara, con el sol jugándote a las escondidas en cada recodo, que ni te importa esa ilusión óptica de mirar para atrás y pensar que caminaste desde allá (‘y mirá qué chico y distante se ve el puente’) como si fuera algo más lejano que Babilonia. Lo mismo con el Andresito, que todo lo ve y todo lo oye desde las alturas, y el anfiteatro, que si pasás en cierto momento de la tarde te armoniza unos minutos de caminata con el himno nacional u otra marcha que esté ensayando alguna orquesta.

Capaz sea por los atardeceres espectaculares, adornados con el reflejo del sol que nada, gestos  que confunden al horizonte, engalanan a la vista, enorgullecen a la naturaleza y embellecen las historias de Instagram. O por eso de que mirás para un lado y tenés al río, seguís mirando y es la costa paraguaya a lo lejos (y de noche sus lucecitas), y mirás para el otro lado y te ataja la civilización, con paréntesis de mucho verde y tierra colorada, y los restaurantes donde sentarse a tomar una birra con ese épico marco debería estar en esas cosas para hacer por lo menos una vez en la vida. O cinco, o diez, y multiplíquese las veces que sea menester.

Y es que sí, en efecto, la Costanera de Posadas tiene ese no sé qué. Que puede ser por todas estas cosas mencionadas, pero todavía sigo sin saber bien por qué. 

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