No olvidarás la SUBE

Si Dios encomendara a un Moisés actual y residente en Buenos Aires que escribiese en una tablet los diez mandamientos (porque “tabla”, en este caso, suena muy bíblico) de esta nueva generación, sin duda alguna uno debería ser: “No olvidarás la SUBE”. Principalmente para aquellos que solemos manejarnos en colectivo varias veces por semana. Olvidarse esa tarjeta sería como perder una de las llaves de la puerta al Edén y verse obligado a exprimir las monedas de la billetera, o que haya alguien generoso que ose pagar un viaje más.
            Pero llegaremos a esa instancia sin apresurarnos. Porque hoy fue un día poco común, más allá de la frutilla del postre del colectivo. La mañana empezó movida, en lo académico. Tuvimos que aventurarnos por los pasillos de la facultad buscando alumnos de otras carreras que quisieran darnos su testimonio sobre sus experiencias facultativas. Todo iba bien hasta que les decíamos que el tema era filmado. Ese suele ser el punto de inflexión que marca quién verdaderamente está ahí para darte una mano y quién no se la termina de jugar prestándonos su imagen para unos segundos televisivos que seguramente nadie va a ver nunca jamás (además del profesor de la materia, claro está). Lo que empezó siendo como una misión que parecía imposible, porque todas las oficinas administrativas estaban vacías en ese momento, se convirtió en una tarea fácil. Terminamos entrevistando a una bella estudiante de Turismo y a dos potenciales arquitectos.
            Y sí, viernes, el mejor día de la semana simplemente porque es el fin. Comencé a caminar el largo camino hacia la parada de colectivo junto con un amigo, bordeando la calle que conduce hasta nuestro pabellón (el de atrás, que cuenta con “toda la tecnología”) y comiendo el polvo de los autos que pasaban. Pero nada podía arruinar el hecho de que la semana académica había terminado. Nada excepto… abrir la billetera y encontrarme con la desgraciada circunstancia de no tener la SUBE. Todo por lo que alguna vez luché en la vida se vino abajo. Fue una desgracia, un escándalo. Hasta podría hacer la segunda parte de aquella no tan entretenida película de Jim Carrey: “Una serie de eventos desafortunados”. El sol primaveral parecía burlarse de mi situación. Los días anteriores hizo frío y amenazaba con llover. Este mediodía, que justo me había olvidado la tarjeta magnética, el desgraciado brillaba. Y encima, para colmo de males en esos segundos de zozobra, a lo lejos se acercaban no solamente un colectivo, sino dos.
            Dado mi repentino e inesperado problema, mi amigo decidió sacrificar $1,50 de su saldo y pagarme el viaje. Decisión que tomó mientras ambos acelerábamos el paso para alcanzar por lo menos el segundo colectivo. He aquí otra cuestión, ínfima quizás, pero no por eso menos importante para mí. Verán, hay dos 511 que pasan por la facultad, con diferentes recorridos. Uno, el que va por Agustoni, me deja a 2 cuadras de casa; el otro, el que recorre La Lomita, me deja unas cuadras más lejos. El ser humano inventó la rueda para algo, por eso es que siempre que haya posibilidad de caminar menos, esa será la opción a elegir. En mi caso, la primera. Sin embargo, este colectivo que me deja a 200 metros de casa tiene un pequeño problema adicional: con suerte pasa cada una hora. Y mientras corríamos vimos que los dos engendros azules y metálicos que estaban por detenerse en la parada no pertenecían a los que yo usualmente utilizo.
            Pasaban los segundos, los pasos apresurados y la gente que subía. Todos sacando a relucir las preciadas tarjetas. La mía yacía olvidada en el bolsillo de una campera en casa. Hubo que tomar una decisión que tendría repercusiones mundiales y no lo dudé. Caminaría las 6 cuadras. De otra manera mi amigo se iría y yo no quería arriesgarme a contar con la generosidad de cualquier desconocido que capaz ni siquiera se daba.
            Subimos y una SUBE tuvo que hacer dos pasadas por el pequeño dispositivo. Nos sentamos, por suerte había varios lugares vacíos. Yo iba atento al camino porque era la primera vez que realizaba aquel recorrido en el transporte público y no estaba totalmente seguro de en dónde bajar. Siempre es bueno aprender algo nuevo.
            A los pocos minutos de ir acompañando el balanceo del movimiento al acelerar, las inclinaciones hacia adelante al frenar y los saltos al sobrepasar los lomos de burro, el colectivo se detuvo en una parada en la cual subió un montón de gente. Era el horario de salida de los colegios y una oleada perteneciente al futuro de la humanidad comenzó a hacer alarde de sus tarjetas SUBE. O yo estaba un poco paranoico.
            Acto seguido, y por caballerosidad, nos apresuramos a ceder nuestros asientos de la mitad del bus para irnos al fondo. Quizás fue también por comodidad, para estar más cerca de la puerta. De esa manera, si me pasaba de mi destino, como fue mi vaticinio durante gran parte del recorrido, podría tirarme más fácilmente a lo Bruce Willis en “Duro de matar”. Abrí la ventana para contar con aire puro y continué con la inesperada peripecia.
            Mis ojos vieron pasar casas de todos los colores y tamaños, zanjas con aspiraciones a ser pequeños arroyos, muchos transeúntes que evidentemente no poseían la SUBE ni ningún amigo generoso, y vehículos cuyos conductores no la necesitaban. Mi nariz sintió el suave y encantador olor de pollos a la parrilla, asándose en un instante a pocos pasos de distancia y enseguida a muchos. Lo que hizo que las glándulas salivales de mi boca generaran la sensación de hambre famélica que solo conocen los estudiantes mañaneros. Pero el sentido de la vista volvió a acaparar toda atención, el lugar donde tenía que bajar se acercaba. Una casa con forma de iglú esquimal (sí, contrastaba con el calor), un deseo de buen fin de semana, y en un abrir y cerrar de ojos había bajado los escalones. Empezaba el segundo tramo de mi aventura, la larga caminata.
            Pensé que mi tendinitis rotuliana iba a molestarme. Afortunadamente, eso no ocurrió, mis rodillas no se quejaron. En cambio, una mujer al volante de un auto bordó medio descuidado y con vidrios extremadamente polarizados se detuvo al lado mío. “Ya está”, pensé, “acá me secuestran o me roban o algo”. Así estamos, por desgracia, en nuestro país. La mujer, que me invistió del título de “señor”, solamente quería que le diera indicaciones de cómo llegar a la calle Pena. No sabía que la orientación no es uno de mis fuertes y mucho menos el nombre de las calles. Por ende, no me arriesgué a hacerme el que sabía y mandarla a cualquier parte (lo que ya he hecho un par de veces), y admití ser un ignorante en la materia. Me agradeció y se fue.
            Al no haber veredas, porque nuestro querido intendente piensa que la humanidad de esta zona no las necesita, tuve que verme obligado a caminar por la vera de la calle, esquivando a los autos estacionados y a los autos que circulaban. A la vez, tuve que evitar que me salpicaran de agua cuando cruzaban los charcos a toda velocidad. Por suerte, después de ver una carrera entre dos infantes que se disputaban la atención de una pequeña damita a instancias de la madre de alguno de ellos, arribé a mi casa sano y salvo. De inmediato busqué la campera y puse la SUBE en la rendija de la billetera que nunca debería haber abandonado. Casi al instante me sentí divinamente perdonado por haber violado uno de los mandamientos de la nueva generación. ¡Perdóname Padre porque he pecado!       

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