No olvidarás la SUBE
Si Dios encomendara a un Moisés
actual y residente en Buenos Aires que escribiese en una tablet los diez mandamientos (porque “tabla”, en este caso, suena
muy bíblico) de esta nueva generación, sin duda alguna uno debería ser: “No olvidarás
la SUBE”. Principalmente para aquellos que solemos manejarnos en colectivo
varias veces por semana. Olvidarse esa tarjeta sería como perder una de las
llaves de la puerta al Edén y verse obligado a exprimir las monedas de la
billetera, o que haya alguien generoso que ose pagar un viaje más.
Y
sí, viernes, el mejor día de la semana simplemente porque es el fin. Comencé a
caminar el largo camino hacia la parada de colectivo junto con un amigo,
bordeando la calle que conduce hasta nuestro pabellón (el de atrás, que cuenta
con “toda la tecnología”) y comiendo el polvo de los autos que pasaban. Pero
nada podía arruinar el hecho de que la semana académica había terminado. Nada
excepto… abrir la billetera y encontrarme con la desgraciada circunstancia de
no tener la SUBE. Todo por lo que alguna vez luché en la vida se vino abajo.
Fue una desgracia, un escándalo. Hasta podría hacer la segunda parte de aquella
no tan entretenida película de Jim Carrey: “Una serie de eventos
desafortunados”. El sol primaveral parecía burlarse de mi situación. Los días
anteriores hizo frío y amenazaba con llover. Este mediodía, que justo me había
olvidado la tarjeta magnética, el desgraciado brillaba. Y encima, para colmo de
males en esos segundos de zozobra, a lo lejos se acercaban no solamente un
colectivo, sino dos.
Dado
mi repentino e inesperado problema, mi amigo decidió sacrificar $1,50 de su
saldo y pagarme el viaje. Decisión que tomó mientras ambos acelerábamos el paso
para alcanzar por lo menos el segundo colectivo. He aquí otra cuestión, ínfima
quizás, pero no por eso menos importante para mí. Verán, hay dos 511 que pasan
por la facultad, con diferentes recorridos. Uno, el que va por Agustoni, me
deja a 2 cuadras de casa; el otro, el que recorre La Lomita, me deja unas
cuadras más lejos. El ser humano inventó la rueda para algo, por eso es que
siempre que haya posibilidad de caminar menos, esa será la opción a elegir. En
mi caso, la primera. Sin embargo, este colectivo que me deja a 200 metros de
casa tiene un pequeño problema adicional: con suerte pasa cada una hora. Y
mientras corríamos vimos que los dos engendros azules y metálicos que estaban
por detenerse en la parada no pertenecían a los que yo usualmente utilizo.
Pasaban
los segundos, los pasos apresurados y la gente que subía. Todos sacando a
relucir las preciadas tarjetas. La mía yacía olvidada en el bolsillo de una
campera en casa. Hubo que tomar una decisión que tendría repercusiones
mundiales y no lo dudé. Caminaría las 6 cuadras. De otra manera mi amigo se
iría y yo no quería arriesgarme a contar con la generosidad de cualquier
desconocido que capaz ni siquiera se daba.
Subimos
y una SUBE tuvo que hacer dos pasadas por el pequeño dispositivo. Nos sentamos,
por suerte había varios lugares vacíos. Yo iba atento al camino porque era la
primera vez que realizaba aquel recorrido en el transporte público y no estaba
totalmente seguro de en dónde bajar. Siempre es bueno aprender algo nuevo.
A
los pocos minutos de ir acompañando el balanceo del movimiento al acelerar, las
inclinaciones hacia adelante al frenar y los saltos al sobrepasar los lomos de
burro, el colectivo se detuvo en una parada en la cual subió un montón de
gente. Era el horario de salida de los colegios y una oleada perteneciente al
futuro de la humanidad comenzó a hacer alarde de sus tarjetas SUBE. O yo estaba
un poco paranoico.
Acto
seguido, y por caballerosidad, nos apresuramos a ceder nuestros asientos de la
mitad del bus para irnos al fondo.
Quizás fue también por comodidad, para estar más cerca de la puerta. De esa
manera, si me pasaba de mi destino, como fue mi vaticinio durante gran parte
del recorrido, podría tirarme más fácilmente a lo Bruce Willis en “Duro de
matar”. Abrí la ventana para contar con aire puro y continué con la inesperada
peripecia.
Mis
ojos vieron pasar casas de todos los colores y tamaños, zanjas con aspiraciones
a ser pequeños arroyos, muchos transeúntes que evidentemente no poseían la SUBE
ni ningún amigo generoso, y vehículos cuyos conductores no la necesitaban. Mi
nariz sintió el suave y encantador olor de pollos a la parrilla, asándose en un
instante a pocos pasos de distancia y enseguida a muchos. Lo que hizo que las
glándulas salivales de mi boca generaran la sensación de hambre famélica que
solo conocen los estudiantes mañaneros. Pero el sentido de la vista volvió a
acaparar toda atención, el lugar donde tenía que bajar se acercaba. Una casa
con forma de iglú esquimal (sí, contrastaba con el calor), un deseo de buen fin
de semana, y en un abrir y cerrar de ojos había bajado los escalones. Empezaba
el segundo tramo de mi aventura, la larga caminata.
Pensé
que mi tendinitis rotuliana iba a molestarme. Afortunadamente, eso no ocurrió,
mis rodillas no se quejaron. En cambio, una mujer al volante de un auto bordó
medio descuidado y con vidrios extremadamente polarizados se detuvo al lado
mío. “Ya está”, pensé, “acá me secuestran o me roban o algo”. Así estamos, por
desgracia, en nuestro país. La mujer, que me invistió del título de “señor”,
solamente quería que le diera indicaciones de cómo llegar a la calle Pena. No
sabía que la orientación no es uno de mis fuertes y mucho menos el nombre de
las calles. Por ende, no me arriesgué a hacerme el que sabía y mandarla a
cualquier parte (lo que ya he hecho un par de veces), y admití ser un ignorante
en la materia. Me agradeció y se fue.
Al
no haber veredas, porque nuestro querido intendente piensa que la humanidad de
esta zona no las necesita, tuve que verme obligado a caminar por la vera de la
calle, esquivando a los autos estacionados y a los autos que circulaban. A la
vez, tuve que evitar que me salpicaran de agua cuando cruzaban los charcos a
toda velocidad. Por suerte, después de ver una carrera entre dos infantes que
se disputaban la atención de una pequeña damita a instancias de la madre de
alguno de ellos, arribé a mi casa sano y salvo. De inmediato busqué la campera
y puse la SUBE en la rendija de la billetera que nunca debería haber
abandonado. Casi al instante me sentí divinamente perdonado por haber violado
uno de los mandamientos de la nueva generación. ¡Perdóname Padre porque he
pecado!
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