No matarás

Un breve relato ficticio sobre los últimos momentos del hombre que atacó la sede de la Marina de Washington en septiembre de este año. Reitero, es puramente ficticio.

“No lo soporto más. No resisto este tormento. Ojalá las cosas terminaran de otra manera pero no encuentro alternativa alguna para ponerle fin a mi situación. Ataques de ultra baja frecuencia electromagnética es lo que he sufrido durante los últimos tres meses. Y para ser completamente honesto, eso es lo que me llevó a tomar esta decisión”.
            Al terminar de tipear su confesión en la computadora portátil, la cerró y la guardó en el bolso. Verdaderamente no era su intención llegar a vivir estas circunstancias, pero la realidad lo obligaba. Las ondas electromagnéticas que le fueron implantadas durante su servicio militar en la Marina quizás, o por el gobierno, quién sabe, todo eso lo empujaba. Y las voces, imposible olvidarse de las voces. Una tortura que lo aquejaba a lo largo del día, pero que las sufría más por las largas noches de insomnio. Pese a sus esfuerzos por eliminarlas, sus intentos fueron vanos, le seguían hablando constantemente: le ordenaban hacer cosas, lo retaban cuando hacía algo que no coincidía con sus deseos, y hasta le daban consejos sobre cómo abordar distintas situaciones. El antidepresivo que le prescribieron en los dos hospitales de veteranos a los que asistió no surtieron efecto. Su cabeza latía como si de un corazón agitado se tratase. En fin, solo había una solución. Una venganza contra el gobierno, contra la Marina, contra todo aquel que osara cruzarse en su camino.
            Miró por la ventana. Tuvo una amplia visión del estacionamiento del Residence Inn, el hotel en el que se estaba hospedando. Había pasado la semana allí por cuestiones laborales. No estaba a más de veinte minutos de la sede de la Marina en Washington (“Sí, de esos que alguna vez me implantaron algún microchip en el cerebro”), en donde se dedicaba a inspeccionar los sistemas informáticos militares. Hace un año que trabajaba para una empresa de computación de renombre internacional, después de una estancia en China que no fue lo que él hubiese esperado. Esos chinos lo discriminaban por ser negro, le fue difícil vivir en un ambiente así.
            De repente, lo invadieron recuerdos de sus años en el ejército. De su entrada en el 2007 y de su “retiro honorable” en el 2011. Fue honorable porque le reconocieron ciertos problemas mentales, pero sin duda alguna intentaron otorgarle un vulgar retiro general dados sus ocho violaciones de la conducta militar apropiada. “Se le concede al oficial de tercera clase Aaron Alexis el retiro honorable por los servicios realizados para los Estados Unidos de Norteamérica” rezaba el certificado. Sí, fue un triunfo para él: Aaron Alexis 1, la Marina 0.
            Y las voces no se callaban. No lo dejaban tranquilo ni por un solo maldito segundo. Ni siquiera podía atisbar un destello de sus recuerdos en paz. Continuó con la mirada perdida en algún punto del estacionamiento y sonrió. El tormento terminaría pronto, ya no había vuelta atrás.
            Al día siguiente, sábado 14 de septiembre, se levantó, se lavó la cara y se cepilló los dientes. Desayunó dos tostadas con manteca y una taza de café. Mientras su cuerpo realizaba lo que usualmente hacía casi todas las mañanas de su vida desde que tenía uso de razón, su mente pulía los detalles últimos del plan. Ese sábado que la gente aprovechaba para descansar luego de una ardua semana de trabajo, en el que uno se podía permitir levantarse más tarde, en el que era más fácil despejarse… ese mismo sábado, él, aquel hombre de 34 años, sin una mujer a su lado para besar al despertar, empezaría a gestar su final. Se terminó de vestir y contempló su reflejo en el espejo. Nadie sospecharía nada. Buscó la billetera, el celular, las llaves del auto y las de la habitación. Salió, puso en marcha el vehículo y se alejó por la ruta como cualquiera de esos que como él, alimentaban el tránsito de esa zona del estado de Virginia, cerca de Washington.
            Veinte minutos después, abría la puerta de una tienda de armas. El sonido característico de la campanilla al entrar en la mayoría de los locales le dio la bienvenida. Caminó por los pasillos del negocio, apreciando las armas a diestra y siniestra. Había armas de cualquier tamaño, desde pequeños revólveres de mano, que podrían entrar fácilmente en la cartera de una mujer, hasta grandes rifles automáticos de combate. Se acercó hasta el mostrador y miró cómo el vendedor, un señor barbudo, viejo y barrigón, limpiaba una de los tantos ejemplares que se exponían allí.
 - Quisiera comprar un arma- le dijo.
El viejo sonrió y le contestó, mientras seguía con su labor: - No me diga.
            Y viendo que el comprador no parecía tener mucho sentido del humor, agregó rápidamente: - disculpe, es que los sábados a la mañana no tengo mucho movimiento por acá. De todos modos, vino al lugar indicado. ¿Qué anda buscando? ¿Una semiautomática, una automática? ¿Para cazar, para practicar tiro?
 - Nah, soy militar retirado, me gustaría tener una para recordar los buenos viejos tiempos. Una vez que las usaste ya no te podés despegar de ellas ¿verdad?
 - ¡Ah, un veterano! ¿Venido de Irak?
 - No, solamente nacional, cumplí mi servicio en Fort Worth.
 - Mirá vos. Mi sobrino está ahí ahora mismo. En nuestra familia damos todo por nuestro país. Está en nuestra sangre.
 - Como debe ser. Pero bueno, ando medio apurado así que le ruego que vayamos al grano. Ando buscando algo potente pero manejable. ¿Me entiende?
 - Creo que sí- dijo el viejo y de inmediato empezó a buscar algo debajo del mostrador.
            Probó un rifle semi-automático AR-15 pero no lo convenció. Se decidió luego por un arma de mano. Sin embargo, el vendedor le explicó que las leyes federales no le permitían vender ese tipo de armas a los clientes que no fueran residentes del estado de Virginia. Finalmente, pagó, le dio las gracias y salió del local luego de que el viejo le gritara animadamente: “Que Dios bendiga a América”. Guardó su nueva escopeta Remington 870 de calibre 12 y las correspondientes cajas de munición en el baúl. Puso en marcha el motor y volvió a la ruta, camino al hotel. La primera fase del plan estaba terminada.
            La mañana del lunes 16 de septiembre, luego de repasar una y otra vez su estrategia el día anterior, llegó al estacionamiento de la sede de la Marina como si se enfrentase a otra mañana ordinaria de trabajo. Dentro de su bolso, la escopeta yacía desarmada (había limado parte del tubo para hacerla más pequeña y maniobrable). Usó su tarjeta magnética para pasar por la seguridad del edificio. Miró su reloj, apenas pasadas las 8 de la mañana. Subió hasta el cuarto piso por ascensor y se dirigió al baño. Seguro de cualquier mirada curiosa y sentado sobre el inodoro dentro de una de las cabinas, comenzó a armar la escopeta. Había practicado el día anterior para que no le surgieran problemas al hacerlo.
            Escopeta en mano, salió del baño. Caminó un par de pasos y disparó una… dos… tres veces. Sangre salpicada contra el piso y las paredes, gritos, llantos. Siguió caminando.  


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