El viejo y el libro
Empezar con
un título que es una paráfrasis de la célebre novela de Hemingway es un salvaje
intento propio para intentar salir de este bache creativo en el que estoy desde
que comenzaron mis vacaciones. Ya van casi dos semanas de que no subo nada al
blog y eso es algo serio. No obstante, mi viaje a San Martín de los Andes me ha
servido para desconectar un montón, algo invaluable en época electoral, que
todo el mundo está alterado. El lado oscuro de la luna en este caso, que yo sí
pude ver, fue a un viejo leyendo una de mis novelas favoritas en el aeropuerto.
Si el país se está yendo al carajo, a ese hombre no le importaba nada, sentado
leyendo en Aeroparque ‘La Catedral del Mar’, de Ildefonso Falcones.
En aquel
momento me agradó pensarlo: cuando me jubile quiero que esa sea mi situación.
Léase, viajando con mi esposa a San Martín de los Andes y, mientras espero el
vuelo, avanzo con la maravillosa historia de don Arnau Estanyol en la Barcelona
de siglo XIV. Fue como haber tenido una visión. Más allá de esa frase que reza que
“ver a alguien leyendo uno de tus libros favoritos es ver un libro
recomendándote una persona”, de alguna manera me quise ver a mí mismo. Después
me dije que soy muy joven aún para estar pensando en el retiro y se me pasó.
Sin
embargo, ahora que vuelvo a mis notas (porque sí, cuando veo potenciales
historias para contar, me las anoto, aún en estos baches creativos), esa
reflexión no estuvo mal. Sí, me encantaría llegar a esa situación,
eventualmente, de estar sentado leyendo una gran novela en un aeropuerto. ¿Por
qué? Porque ello implicaría que: sigo viajando (por qué no, dueño de una casa
en San Martín de los Andes); sigo leyendo, un lujo que ni siquiera muchos
jóvenes se dan en la actualidad; y que me va bien en la vida. Esto último,
volando alto y utilizando las habilidades deductivas de Sherlock Holmes.
Asumo que
este hombre que vi está bien metido en su sexta década de vida, no sé si
llegando a los setenta. Desconozco. De todas formas, creo que es un buen
objetivo para tener a largo plazo, para dentro de unos cuarenta o cincuenta
años. Pelo blanco, con una calva asomando osadamente, anteojos con marco de
carey, camisa a cuadros de colores, un sweater azul, pantalón de vestir gris,
medias negras, mocasines marrones (Déu meu, una paleta cromática y de
vestimenta que no dista mucho de mi perfil actual, salvo por el pelo blanco,
claro).
Lo que más
me llamó la atención de todo fue que, mientras su señora esposa estaba con el
celular, el susodicho estaba tan inmerso en la lectura que sostenía el
señalador entre los labios. Una imagen prodigiosa que aún conservo en mi
retina, como cuando seguís viendo formas de colores al cerrar los ojos después
de mirar fijo una fuente de luz. Un ímpetu lector que me resultó formidable.
Enseguida,
le sonó el celular y tuvo que depositar el señalador entre las páginas. El
teléfono lo tenía en un lindo estuche de cuero adosado a su cinturón. Para mí,
otro símbolo de éxito.
Dentro de
unas cuantas décadas volveré a contarles si de verdad estaba viendo a mi yo del
futuro o no. En lo que también coincidimos fue en esperar a que llamaran a
nuestro grupo de embarque para subirnos al avión. Porque van pasando los años y
sigo sin entender ‘La voracidad argentina de hacer filas en los aeropuertos’.
Quizás nunca la entienda. Otro punto más a evaluar cuando llegue a los 70.
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