Starbucks matinal, un mundo distinto
Salir de la rutina cada
tanto tiene sus frutos. La culpabilidad puede hacer pequeños estragos en la
cabeza al principio, alguna cuestión relacionada al superyó freudiano (esa
parte de la psiquis que lleva el estandarte de la moral y la ética), más que
nada por tener que faltar a la universidad. Pero una vez superado ese
obstáculo, la mente se abre y los sentidos se afilan con los aires frescos de
la mañana. Esa etapa del día que regularmente se pasa encerrado, tiene varias
cosas que, si bien triviales para algunos, cobran una inusitada importancia
para los buenos observadores.
La
verdad que uno no está acostumbrado a caminar por un centro comercial a las 9
de la mañana, menos durante un día hábil. Seguramente existen aquellos
afortunados, o que creen serlo, que pueden darse ese tipo de lujos. No
obstante, en mi caso, fue una experiencia fuera de lo común. En primer lugar,
reitero, por esa vaga sensación de ser un fugitivo de la justicia por haber
faltado a clases; y por otra parte, por ver a uno de los que trabajan en Burger
King rodear el famoso local de comida rápida con una manguera. Todavía me
pregunto qué quería limpiar ese joven, que se alejaba cada vez más de su
puesto, manguera en mano y por supuesto, enchufada en una canilla más atrás.
Otro
detalle, sin lugar a dudas para nada sorprendente, fue el hecho de ver pasar
por el medio del estacionamiento dos autos, uno adelante del otro. A lo lejos,
la primera impresión fue que iban muy pegados y que el choque iba a ser
inevitable. De cerca, en cambio, vi que estaban unidos en matrimonio por una
soga amarilla muy llamativa, ya que evidentemente el de atrás no arrancaba. Así
y todo, no es lo que para mi imaginación entraba en el arquetipo de automóviles
que circulan por el estacionamiento de un shopping
en una zona circundada por tanto country y barrio privado pilarense.
Claramente, la realidad supera a la imaginación. O simplemente la mala suerte
de aquel hombre que se le quedó el auto justo el día en el que yo estaba por
esos lares a tan temprana hora.
Seguí
mi camino. El plan era esperar a un amigo en Starbucks para continuar haciendo
un trabajo práctico sobre el mundialmente conocido “caso Snowden”. Ese antiguo
empleado de la CIA que filtró información a los medios sobre el espionaje que
realiza el gobierno de Estados Unidos, a través de la Agencia de Seguridad
Nacional (NSA), sobre sus propios ciudadanos con la excusa de perseguir al
terrorismo. Un tema por demás interesante. Con la información y los apuntes,
bolso colgado al hombro, entré en el que sería nuestro punto de encuentro.
Es prácticamente
imposible entrar a un Starbucks y no pedir un café, por lo tanto, procedí a
hacer la pobre fila que se forma en el lugar a esas horas matinales. Rápidamente
detecté un contraste bastante llamativo en la situación que acontecía. La mujer
de adelante gastando cerca de $200 para comprar un café grande y dos tazas con
el popular logo de la cadena comercial y yo contando la plata en mi billetera
para ver si llegaba a pagar el vaso más chico de mi café con leche o… café latte. De más está decir que
alcancé mi objetivo. Pero la vulgar epopeya no terminó ahí. La segunda parte
fue intentar que la tan atenta y amable vendedora lograse escuchar mi pedido,
con mi disfonía (producto de la gripe zombie, que ya describí en el post
anterior) de por medio. No fue fácil, pero estas historias poco importantes
siempre tienen buen final.
Vaso en mano, dos
sobrecitos de azúcar y varios pasos hasta la mesa del fondo después, lo único
que restaba era sentarme y esperar. Me senté junto a la ventana para observar a
los caminantes, lo cual siempre trae alguna curiosa sorpresa. Esta vez, lo
interesante pasó todo exactamente de mi lado del vidrio, dentro del local. Como
seguramente sabrán, los Starbucks suelen tener una parte en la que hay muchos
sillones. Yo estaba ahí. Al igual que un hombre con su notebook, su agenda y su
teléfono celular, una madre con sus dos hijos de uniforme (que no sé por qué no
estaban en el colegio aún), y una bandeja con un par de vasos y platos vacíos
esperando ser limpiados.
Mientras la madre se
levantaba apurada y se retiraba con sus hijos del establecimiento, y el
empresario le preguntaba a alguien por teléfono quien era la “Maru” que le
había firmado un mail oficial de la organización (“¡me pone Maru nomás y yo no
sé quién es!”), una de las empleadas de Starbucks liberaba la mesa de la
bandeja para que dos jóvenes señoritas, una rubia y una morocha, con un bebé,
se sentaran en los sillones. Lo raro era que una era bastante adolescente y la
otra apenas había superado esa etapa, el rol del bebé ahí sigo sin entenderlo.
Ninguna parecía ser la madre, la rubia jugaba con él pero la morocha parecía
ser la que lo tenía a cargo, para decirlo de alguna manera. La adolescente, smartphone en una mano y bebé en el
regazo, trataba de entretenerlo y chequear sus redes sociales al mismo tiempo.
Cualquiera cantaría victoria por esa expresión que reza que las mujeres pueden
hacer varias cosas al mismo tiempo. Evidentemente, el saber popular en este
caso… estuvo equivocado. El bebé aprovechó un segundo de distracción para
manotear el celular que cayó al piso, y cuando la chica se agachó para
agarrarlo, otro manotazo karateca más y el vaso con el frapuccino de sabor tropical fue para abajo con el mismo destino.
Un pequeño transgresor. Luego, las chicas cambiaron de mesa y, generosamente,
una de las empleadas les trajo un frapuccino
nuevo.
Un rato más tarde, un
señor rubio, alto y de unos cuarenta años, hacía su entrada triunfal saludando
a las vendedoras como si las conociera de toda la vida. Asiduo cliente, sin
dudas. Hasta gritó “¡voy!” como cualquiera le grita a su madre cuando lo llama
a comer, cuando las chicas le anunciaron que su café estaba listo. Estuvo
sentado unos 15 minutos leyendo el diario de páginas grandes más incómodo de
Argentina, hasta que una llamada de carácter urgente lo hizo desaparecer como
el Zorro en su corcel cuando sale la luna.
El sol me jugó una mala
pasada y tuve que cambiar mi mesa contra la ventana por la de los sillones que
había sido recientemente desocupada por las bellas y alegres “tutoras” del
pequeño transgresor. Hubo un cambio en el público. Con las chicas y el
empresario desconocedor de “Maru” ya fuera del mapa, entraron en juego dos
jubiladas con muchas ganas de hablar y dos hombres de traje que debatían
seriamente el proceder que debían tomar con la actitud que había tomado un tal
Roberto. Misterio, misterio; mi imaginación disparó hacia la mafia, pensando en
“El Padrino”, “Los Soprano”, o el libro de Gay Talese “Honrarás a tu padre”, un
libro de no ficción sobre la familia Bonanno. Al minuto, llegó mi compañero,
cansado de caminar el tramo que tendría que haber hecho en un colectivo que no
llegó. De ahí en adelante, casi dos horas de Snowden… y de cómo ganó River la
noche anterior, y de las tomas en los colegios de capital, y de Cristina
Kirchner concediendo entrevistas pero reservándose el derecho de editarlas.
Todo muy normal. Un día en la vida.
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