La gripe zombie
Lunes, primer día de la
semana, justo ese que suele ser un aniquilador de dietas. Nada tiene de bueno
un lunes para la mayoría de la gente. Personalmente, creo que son una de las
cosas más feas si se toma el tiempo para pensar en ellas; de no hacerlo, no veo
por qué habría tanto alboroto. El verdadero problema no son los lunes sino el
letargo dominical, que, invariablemente, agranda el efecto del tan mal afamado
lunes.
Sin
querer convertir esto en una apología de un día de la semana, es preciso sacar
a la luz una historia que no es la excepción a la regla. El lunes pasado me
enfermé. Algo serio y poco común. No es que alardee de ser un superhombre
inmune a los males que la naturaleza y el propio ser humano pueden llegar a
causar, pero solo me enfermo así una o dos veces al año. Quizás es algo
bastante común, por ahí no. Lo cierto es que padecía un dolor que hubiese sido
la mejor parte de la “Divina comedia” de haberlo conocido a Dante Alighieri en
este precario estado.
Cada
vez que tragaba saliva era como si un desfile de pequeños cuchillos surcase mi
garganta sin tener ningún apuro en terminar. Y uno traga saliva bastantes veces
al día, para mi desgracia. Sin embargo, eso no era todo. La fiebre, aunque
poca, enloqueció mi termómetro corporal. Tenía frío, buzo, calor, buzo afuera,
frío de nuevo, y así los primeros eslabones de una cadena que parecía no tener
punto final. Además, leves dolores de cabeza y fugaces mareos al levantarme del
sillón o al hacer cualquier otro movimiento repentino. Finalicen la suma con mi
estado que no tenía nada que envidiarle a un zombie: paso cansino, ver sin
mirar, desplomarse ante cualquier objeto similar a una silla, sillón, o cama.
Todavía espero sentir ese clamor por sangre y cerebros.
Una
de las peores decisiones que tomé ese día fue creer que podía sobrellevar el
tema con valentía y actitud. Sí, fui a clases. Pensé que no iba a ser tan
grave. “Oh, Dios, perdónalos porque no saben lo que hacen”, este hombre tenía
razón. La alternativa más fácil era quedarme en casa y asumir mi estado de
muerto vivo. Pero no. Supongo que me criaron bastante bien para querer ir a la
facultad ante tal panorama. O simplemente soy testarudo. La cuestión es que
sufrí aquella hora y media más de lo que tendría que haberla sufrido. Con buzo
y campera, transpiraba como si estuviera en el “Fahrenheit 451” de Bradbury
pero con más frío que los que se congelaron en “El día después de mañana”.
¿Paradoja? Sin dudas. El saber popular lo conoce como “chuchos de frío”.
No
obstante, allí estaba yo. Firme junto al alumnado, escuchando y tomando nota
sobre la historia del deporte. En mi situación creo que no me hubiera
interesado por nada. Excepto quizás una entrevista a Stephen King, eso causaría
milagros. Pero yo sentado escuchando cómo unos buenos señores se juntaron en
San Isidro a fundar clubes de rugby. El sueño de todo enfermo.
Ni
bien el profesor dio por finalizada la clase yo ya estaba afuera, yendo lo más
rápido posible hacia el auto. Entiéndase que “lo más rápido posible” para un
caminante zombie (un walker, si miran
The Walking Dead) no es exactamente eso. Una oruga hubiese mirado por sobre su
rastro salivoso y se hubiera reído de mí.
Ya
en mi casa, hice las paces con el segundo mejor amigo del hombre. Si no es el
segundo, de seguro entra en los primero cinco. Hablo del sillón. Acomodado ahí,
sin ganas de mirar el partido de vóley femenino (disputado por equipos
desconocidos de Venezuela, sí, la magia de tener Directv) que aún así estaba
mirando. Fue un 3-0 contundente por parte de las chicas de rojo.
Los
almohadones ya tenían marcada la forma de mi cuerpo para cuando mi querida
madre llegó y me instó a ir al hospital porque, de hecho, parecía un zombie.
Hubo cortas quejas argumentando que ya estaba tomando un medicamento. Pero
bueno, resistir iba a ser peor. No tengo nada contra los médicos, solo que ya
estoy yendo a ese hospital (llamémosle “del sur”) para kinesiología por mi
bendita tendinitis en ambas rodillas. Por lo tanto, sumar otra visita no era el
mejor plan para comenzar la semana.
Veinte
minutos después, me encontraba en la recepción de emergencias hablando con una
de las recepcionistas que ni siquiera se tomaba el trabajo de fingir interés
por mi estado penoso. Me sentí un trámite. Acto seguido, y con el papelito con
el número de turno en mano, proseguí a arrastrar mis pies hasta la sala de
espera. Ahí es donde se aprende por qué a los pacientes se les dice
“pacientes”. Lo diferente es que en este hospital la paciencia tiene precio
(para autos y motos que osan morar los terrenos privados del estacionamiento).
Por ende cada minuto que pasaba era un peso menos en el bolsillo.
Veo
pasar varios chicos con el viejo uniforme de mi antiguo instituto. Algo de
nostalgia me invadió. No tanta como para distraerme del estado deplorable en el
que estaba pero algo es algo. Enfermeras y gente de mantenimiento iban y
venían, sin contar obviamente a la cantidad de pacientes que esperaban sentados
o circulando por el lugar. Dos camillas y un par de sillas de ruedas, con
ocupantes, hicieron su pasada triunfal por donde estábamos. Yo mientras tanto
me derretía en la silla, viendo como los monitores anunciaban los números
pertenecientes a emergencias infantiles y no la de los adultos. Tal como sucede
con las filas de supermercado: la otra avanza más rápido. También, para los que
no podían encontrar ningún entretenimiento posible en esa sala, estaba la
televisión. Un canal de noticias que estuvo toda la hora anunciando la
inminente encarcelación del padre Grassi.
Nunca
falta el bebé de enfrente que hace caras. Es indispensable cuando hay mucha
gente esperando algo. La misión se ve cumplida cuando te sonríe, evitando que
llore. Y también, aunque menos común, la batalla entre hombre y máquina. Isaac
Asimov hubiera estado en su salsa de haber presenciado algo semejante. En una
esquina, un hombre de joggings y
campera deportiva negros, con amenaza de canas en su cabellera y con actitud de
“yo tengo el poder” (acompañado por una joven muy mona que podría ser su hija
o… nunca lo sabré). En la otra, la temible máquina expendedora de café, negra,
inamovible e imponente; su par, la de gaseosas, el doble de grande y
escoltándola. El enfrentamiento comenzó cuando el señor trató de insertar un
billete de $10 en la abertura. Casi un cuarto de hora pasó y el pobre hombre
nunca se dio cuenta de que si la luz de la máquina no parpadea, es porque
evidentemente no está funcionando. Se rindió por unos veinte minutos y luego
volvió a la carga. La máquina ganó nuevamente. ¿Habrá sido ese el comienzo del
fin del hombre y el comienzo del dominio robótico? Habría que consultar los
libros de Asimov.
Finalmente,
mi número apareció en el monitor. Pasé al consultorio. Me atendió un médico
que, al parecer, le gustaba su profesión. Era una mezcla de hippie con doctor. Él fue el que me
diagnosticó que padecía de “un cuadro de gripe en su punto máximo” y que
tendría que estar ese día y otro más en reposo. Ahí fueron los entrenamientos
de vóley. Pero todo no se puede en la vida, por lo menos no estaba
convirtiéndome en un muerto vivo.
Me
recetó ibuprofeno y salí. Pagamos el precio de la salud privada, o del
estacionamiento, y abandonamos el “nosocomio”, el sinónimo de hospital más
utilizado en los noticieros argentinos.
En
estos momentos es que hay que mirar el vaso medio lleno: hoy falté a la
facultad. Y también el vaso medio vacío: me sigue doliendo un poco la garganta,
estoy disfónico, y los de ESPN no pasaron el partido del Manchester City por
problemas con la señal del estadio. Lo único que me mantiene en pie es el deseo
de asistir mañana a una charla sobre un libro de Shakespeare que no leí porque
después te gastás la entrada en libros.
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