El Ulises perdido

Al encontrarme libre y a la deriva tuve muy pocas certezas acerca de cuál era mi situación. El agua inundaba mis alrededores y me hacía sentir como un punto solo en una hoja en blanco. Eso y las olas. El regular y tenue bamboleo me tenía a mal traer. Ya iban dos veces que lo poco que moraba en mi estómago se mezclaba con las aguas oceánicas. Tenía la rara sospecha de que eso no volvería a ocurrir; no porque las náuseas se hubiesen detenido, sino porque lo único que me quedaba era devolver los intestinos.

Miré hacia el lejano horizonte. Nada turbaba esa línea recta e infinita que separaba el cielo del agua. Arriba y a lo lejos, una gaviota. ¿Esperanza de tierra quizás? A mí me parecía otra alma perdida como la mía, con la salvedad de que no tenía que padecer las malditas, repetitivas, interminables y enfermizas olas. Evidentemente ni Poseidón ni ninguna otra deidad marina me tenía mucha estima. Yo era el Ulises perdido. El Tom Hanks náufrago.
Si me preguntasen cómo fui a parar a este lugar, contestaría de la forma más sencilla posible: no sé. Y sigo sin saberlo. Algunos se excusan bajo esa engañosa frase “las vueltas que da la vida”. Pero yo ni siquiera de eso me puedo agarrar. De lo único de lo que estoy seguro es que todo puede cambiar… y rápido. En un abrir y cerrar de ojos estás en tu casa compartiendo la cama con tu mujer, en otro estás paseando al perro, quizás mirando cómo corre la vecina, esperando que vuelva la enfermera en el hospital, llevando a tus hijos al colegio. Sí, una vida que cualquier ser humano, o la mayoría, o algunos, podrían tildar como normal. Pero de pronto, en lo que tardan los párpados en hacer lo único que hacen, estás en un pequeño bote en el medio de quién sabe donde rodeado de millones y millones de litros de agua.
            La sed y el hambre comenzaban a abrumarme. No tenía siquiera una pelota de vóley con la que hablar. Después de un rato me di cuenta de que no la necesitaba para nada; el mejor receptor para lo que tenía que decir era yo mismo. Hablé, grité, canté durante una buena media hora, o cuarenta minutos, o… no lo recuerdo, las agujas de mi reloj estaban petrificadas a las 12 y cuarto. Nunca sabré si eran del mediodía o de la medianoche. Sin embargo, tanto usar la labia fue peor. ¡Qué inconsciente yo, malgastando mi saliva y energías liberando palabras que nadie iba a escuchar nunca! Y peor, porque no solamente fue un acto vano e inútil sino que también me provocó una sed de muerte. Me sentí un peregrino del desierto sin agua, sin maná, sin un mísero espejismo para esperanzarme. No obstante, sospeché que pronto lo tendría. Es más, el agua salada del océano ya empezaba a tentarme. Al fin y al cabo el agua es agua ¿no?
            Pero me detuve en el momento justo. Mis manos le hacían de pozo a una pequeña cantidad de agua que en vez de ir a parar a mi interior, salpicó mi cara. Creo que mi organismo agradeció ese gesto, por más pequeño que hubiese sido. La piel estaba deshidratándose sin dudas, rajándose como tierra seca. Esas salpicadas de agua que me proporcioné fueron muy agradables. Siempre teniendo cuidado de no dejar que ni una sola gota poblase mis labios. Una tarea difícil.
            Era menester entretenerme con otra cosa, de no ser así, sucumbiría ante la húmeda tentación. Por fortuna, esta vez el hecho de encontrarme a la deriva en el medio de alguno de los siete mares me jugó a favor. Cuando se está totalmente solo y aburrido, el interés se posa en cualquier parte. Apenas me podía mover de lo débil que me empezaba a sentir. En consecuencia, lo poco que atiné a hacer fue recostarme y girar la cabeza hacia el cielo. Las nubes y sus variables formas hicieron el resto. Así pasaron horas hasta que oscureció.
            El tiempo no era lineal. Por lo menos, no lo parecía. Jamás supe cuánto tiempo había pasado desde ese primer día (tampoco sé, en realidad, si fue el primero) de adivinarle las formas a las nubes hasta hoy, siendo la palabra “hoy” un término que alguna vez significó una medida del tiempo para mí. A estas alturas ya no podía elegir recostarme dentro del bote. Era la única alternativa. Moverme era una utopía. El más mínimo amague de acomodarme en alguna parte donde diera menos el sol, era simplemente, un dolor que excedía las penas del infierno.
            Hoy pude ver tres barcos. Uno a la mañana, otro a la tarde y el restante durante la noche. Reuniendo fuerzas de lo imposible logré pararme por unos segundos cada vez que pasaban cerca de mí. De los dos primeros, ninguno pareció verme. En el último en cambio, vi que uno de los marineros del puente me sonrió. Supongo que no era común ver a un hombre esquelético desnudo revoleando sobre sí las pocas ropas que poseía. Igual, todo este esfuerzo descomunal duraba poco más que un par de segundos. La luz de la luna y el reflector del barco me alumbraron. Creo que me vieron, mas no se detuvieron. Seguramente no tenían lugar para ningún tripulante inesperado y volverían más tarde, luego de haber hecho puerto en algún lugar cercano. Una sonrisa como la de ese muchacho era difícil de olvidar, como si fuese la de mi hijo. Alegre, blanca, sana, familiar. En lo más profundo de mi alma sé que ese último barco va a regresar. Porque sino, la vida perdería todo sentido. 
             Pasaron diez soles y lunas y el barco seguía sin volver. Solo podía rememorar aquella sonrisa. Tan solo eso me mantenía en la mente que tal suceso había ocurrido. Aquello no podría haber sido un espejismo. Fue tan real. Era tan claro como el agua.
            Agarré lo que quedaba de mi reloj. Me había comido la malla un par de días atrás. No supo tan mal, fue como comer esas galletas sin sal que tienen sabor a telgopor… solo que con sabor a malla de reloj. Llega un momento en la vida que tenés que vencer esa renuencia por algunas comidas (como la pizza de cebolla, me han dicho que uno supera la niñez cuando le empieza a gustar la fugazzeta); en mi experiencia, la malla del reloj, la suela de los zapatos, los cordones y alguna otra cosa que encontrase en ese bote, fueron todo un manjar digno de reyes. Creo que haberme animado a eso me extendió la vida un poco más.
            Hoy me vino a visitar mi mujer. Se sentó junto a mí en el bote. Empezó a hablarme de la situación en Argentina, me leyó los diarios, y un par de cuentos que sabía que a mí me fascinaban. Lovecraft, por ejemplo. Me mostró fotos de mis hijos. La verdad era que había venido preparada. Lo que me quedó grabado a fuego en la memoria fue el juego de preguntas que nos intercambiamos. Ella me preguntaba “¿cuándo vas a volver?”, a lo que yo respondía (con otra pregunta) “¿cómo llegaste?”. Y así pudimos habernos explayado por toda la eternidad. Sin embargo, ella tomó las riendas de la situación. Me ayudó a ponerme de pie. Al principio me negué y opuse toda la resistencia que pude. Lógicamente, no fue mucha, yo no era más que un saco de huesos. Ella insistió hasta que finalmente logró su cometido. En algún momento de nuestras vidas yo podía cargarla a ella con facilidad. Recuerdo patentemente nuestra luna de miel cuando la alcé en mis brazos y corrí escaleras arriba para tirarla sobre la cama y hacer lo que se debe hacer en esa situación. Eran tiempos felices. Hoy era ella la encargada de llevarme; sentía pena de mí mismo.
            El contacto con sus manos, con sus labios, con su cuerpo, casi me revivía. Ese aroma característico de su piel encendía algo en mí como en las mejores épocas. No obstante, las fuerzas no querían volver. Me habían abandonado para no volver jamás.

            Me sacó del bote. Sentí el agua explotar sobre mi cara. Ahogarme era inminente y, como si eso fuera poco, a manos de mi propia mujer. Seguramente se cansó de mi cuerpo débil y quiso deshacerse de él. No la culpo. Ella todavía era lo suficientemente joven y atractiva como para cautivar otros ojos. Mientras pensaba eso, abrí los míos. Una bañera de hospital llena de agua y mi mujer lavándome. 

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