Viajar a Capital con el Olimpo en contra
Todo empezó la mañana del viernes 14 de marzo.
Si hubiera sido viernes 13 quizás me habría predispuesto mejor al desastre.
Pero no, eso es lo que hace interesante y delirante a esta crónica.
Antes de ir a la facultad me había puesto al
tanto del cruel asesinato al joven colectivero que recién daba sus primeros
pasos en esa honorable profesión que es tan necesaria para gran parte del
pueblo argentino. Jamás imaginé que iban a hacer paro a modo de protesta,
aunque ahora, mirándolo en retrospectiva, es una de las pocas maneras con las
que alguien se puede hacer escuchar en este país. La necesidad de colectivos,
sin dudas, se notó.
Sin embargo, yo me enteré a las 11 de la
mañana. Un amigo me informó que el paro comenzaría al mediodía. Entonces
raudamente y sin vacilar, salí a paso veloz de la facultad para tomarme el
colectivo que me llevase a la terminal y de allí partir rumbo a Capital (o
“Capi” como le dicen algunos, aunque suene extremadamente femenino). En ese momento
ni se me cruzó por la cabeza pensar que estaba viviendo el inicio de lo que
sería mi experiencia análoga a la odisea del griego Ulises por regresar a
Ítaca, relatada tan bien por Homero. Obviamente que sin los cíclopes, ni las
sirenas, ni la visita al Inframundo. Aunque no puedo descartar la intervención
de los dioses del Olimpo para fabricarme desventuras.
En el colectivo que va de la universidad a la
terminal de Pilar ya corría el rumor del inminente paro. La gente que subía le
preguntaba una y otra vez al conductor si eso era verdad, a lo que él respondía
que no le habían avisado nada. “Si va a haber paro ya nos habrían avisado”,
dijo. Ay de mí que confié en esa afirmación. Me daba un atisbo de esperanza.
Cuando más y más gente comenzó a correr la voz
de que estaba asegurado de que los colectivos dejarían de brindar su servicio,
el chofer enmudeció y no acotó nada más. Primer indicio de que los dioses
estaban en contra de mí… y de tantos otros. Pero siempre está la sensación de
que la mala suerte se la agarra con uno. Y ahí estaba yo.
Me bajé en la parada del club Peñarol y caminé
las escasas cuadras hasta la terminal. Las agujas de mi reloj marcaban las 1120
horas. En teoría el paro arrancaba a las 12 en punto. No obstante, entre teoría
y práctica suele haber diferencia. Y esta no fue la excepción. Después de
cuarenta minutos de esperar junto con otras decenas de personas en mi misma
situación (“Yo tengo mi vida en Capital, mi familia, mi trabajo”, ¡oh, qué
trágico, señor!), decidí tomar las riendas de mi destino. Tenía dos
alternativas: o irme hasta la estación y tomarme el tren San Martín, o bien,
aprovechar el colectivo de los profesores de la facultad e irme hasta Callao y
Córdoba con ellos.
Así estaban las calles de capital. Y yo también. Fotografía: minutouno.com |
Después de deliberar y sopesar esa encrucijada
con mi viejo por teléfono, prioricé el transporte académico. Al fin y al cabo
sonaba más confiable. Entré a llamar y mensajear, desesperado, a mis compañeros
de la facultad para que le avisaran al coordinador de la carrera que me dejaran
subir el micro. Mientras tanto, fuera del mundo de las líneas telefónicas, se
larga a llover. “I’m singing in the rain” comienzo a cantar y bailo entre los
faroles. Y se me rompe el zapato izquierdo. Siempre es el izquierdo. Libero una
puteada hacia el cielo y espero que Zeus me tire un rayo para morir ahí, en el
puente Champagnat, carbonizado por el impacto. Claramente, como estoy
redactando esto, las circunstancias fueron distintas.
Quedé con mi hermana para que me levantara con
el auto en el shopping y que me trajera zapatillas secas. Así fue y a los
quince minutos estaba de vuelta en la facultad, esa de la que había huido
precipitadamente dos horas antes en la mitad de una clase, esperando el
colectivo. A esa altura ya estaba mojado de pies a cabeza.
El colectivo llegó, un poco retrasado y
eventualmente se llenó. Los profesores habituales y alumnos como yo que
padecían el paro de colectivos. Durante el viaje en sí no pasó nada fuera de lo
común. Excepto tal vez que tardó casi dos horas, por el tráfico, y también por
el agua que comenzó a entrar por el techo. Poseidón estaba a full. Claro, Zeus
no podía tirarme el rayo ahí adentro, entonces decidieron hacer pasar la
lluvia.
Llegué a la sede de la Universidad del Salvador
de Callao y Córdoba, por fin. ¡Y qué “por fin”! Este es mi cuarto año cursando
Periodismo en la USAL (en Pilar) y nunca antes había pisado esa sede del
centro. Entro y comienzo a preguntar dónde estaba la clase, perdido como
pilarense en Capital. A todo esto, ya llegaba una hora tarde.
Nada más incómodo y desorientador que entrar a
una clase empezada hace sesenta minutos, llena de gente y siendo casi como un
extranjero. Para varios porteños, Pilar es el campo. Es como cuando comentás
que fuiste a Texas y te preguntan si cabalgaste por el desierto, te tiroteaste
con bandidos o hablaste con cowboys;
y hoy Texas tiene más tecnología y edificaciones que Buenos Aires. Pero bueno,
detalles. Por suerte, me encontré con una conocida. El impacto de la
incertidumbre se redujo considerablemente.
Dos horas después, volvía a empaparme en pocos
segundos. Tres cuadras que fueron fatales, en términos acuáticos. La entrevista
en el Departamento de Intercambios habrá durado una media hora, cuarenta
minutos con toda la furia. Y volví a mojarme, desandando las mismas tres cuadras
hasta el subte. Por ningún momento los dioses consideraron la posibilidad de
que parara de llover. La camisa ya era parte de mi piel de tan pegada que
estaba.
El trayecto por debajo de la tierra (ahora que
lo pienso podría llegar a ser mi equivalente al Hades de La Odisea) fue
bastante bien. Hubo un instante de zozobra cuando saqué la tarjeta SUBE del
bolso y pensé que no iba a funcionar porque se había humedecido un poco. Pero
no, por suerte. Eso sí, cuando terminé de subir los escalones para salir a la 9
de julio: lluvia torrencial, a cántaros, tormenta titánica. Me detuve bajo el
techo de un McDonald’s a esperar a mi papá. De ahí nos volveríamos juntos en
una combi.
Cuando nos encontramos me ve tan empapado que
por esos azares de la vida termino secando la camisa en el secamanos del baño
de ese local de comida rápida. Los que entraban y salían del baño no entendían
nada. Supongo que algo así no se ve todos los días. La gente usa el Kohinoor.
Así y todo, después de mi intento de secar la
camisa a lo MacGyver, mi viejo me prestó su buzo y la camisa llovida fue a
parar a una bolsa de plástico y a la mochila. El cambio de vestimenta fue en la
esquina Corrientes y 9 de julio. Porque no da bajarse del escenario y cambiarse
como los artistas.
Café de por medio, nos dedicamos a esquivar
paraguas a lo Matrix y a esperar a la combi que se retrasó, por lo menos, una
hora. Ahí me di cuenta de que la mayor parte de las personas que tienen
paraguas igual caminan por debajo de los techos. Qué dejan para esos desafortunados
que no tenemos nada para protegernos del agua que nos hiela hasta los huesos.
Para concluir, en la combi también me caía agua
desde arriba. Primero pensé que era otra gotera. Sin embargo, estaba
equivocado. El agua se condensó y quedó en el techo, para después caer sobre
mí. Poseidón se miró Art Attack y sumó en creatividad.
Casi tres horas de viaje y llegué a casa, por
fin. Definitivamente tuve al Olimpo en mi contra.
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