Argentina, estamos en la final del mundo… ¡Otra vez!
Hay algo que tienen los mundiales, además del fútbol, que es hermoso. Yo pensaba, en mi ignorancia, que en otros países se vivía un mundial como en Argentina, que era algo común esto de quedarse viendo un Senegal contra Camerún con el mismo interés de un Francia vs Inglaterra. Que era lo normal el querer ver, aunque luego nos lo impidieran las obligaciones porque la vida sigue, todos los partidos de la fase de grupos. El que las clases en el colegio empezaran más tarde porque juega la selección, o que pusieran una pantalla grande en el gimnasio para poder verlo sin que te pusieran la falta. Que en la universidad estaba sobreentendido que a una clase en horario de un partido de Argentina no iba a ir prácticamente nadie. Y que en el trabajo… bueno, ahora con el teletrabajo ya no sé. Sin embargo, todo esto en otro lado no pasa. En España, al menos, no se para el país. Ya me dirán si eso es bueno o malo, pero se extraña. Y otra de las cosas que tienen de bueno los mundiales, la cantidad de literatura futbolera que emana de todas partes.
El primer mundial del que tengo recuerdo, aunque sea fugaz, es el de Francia 98. Seis años tenía yo y todavía vivía en el glorioso barrio porteño de Caballito. Pero no es un recuerdo total, por supuesto. Es uno episódico, único. Ni siquiera es un partido entero. Fue un 30 de junio de 1998, un Argentina-Inglaterra, duelo de octavos de final. Con gol de penal de Batistuta. Con gol de penal de Shearer. Con gol de Michael Owen. Y con gol del Pupi Zanetti. Después echaron a Beckham. No obstante, lo que yo recuerdo es a Roa, un arquero que para mí (un pibe que todavía no sabía cuál era la raíz cuadrada de dos, aún hoy dudo) no tenía ni la capacidad ni la mística del Mono Burgos. Y lo recuerdo a Roa atajando los penales.
No sé por qué me quedó grabado eso en la memoria. Quizás mis incipientes canas me están jugando una mala pasada. Pero fue una de las primeras veces que sufrí esa agonía linda de las definiciones por penales mundialistas. Fue a la tarde, después del colegio, en la casa de un compañero. Y luego volver caminando por la calle Yatay y ver a la gente celebrando, las bocinas de los autos. En fin, el jolgorio y la algarabía. Le habíamos ganado a los ingleses. Go home Beckham, Owen, Scholes, Neville y compañía.
Es que Argentina tenía un equipazo que daba para ilusionarse. Ya con los nombres solo. La foto era, de izquierda a derecha, la fila de arriba: Almeyda, Sensini, Roa, el Pupi Zanetti, el Ratón Ayala, Chamot. La fila de abajo: el Piojo López, el Cholo Simeone, el Batigol (Gabriel Batistuta), el Burrito Ortega, y la Brujita Verón. ¡Quién no habrá tenido y todavía conserva aquellos queridos cabezones de Coca Cola! Mamita querida.
Y después fuimos a perder contra Holanda en cuartos. Yo pienso que muchos de los de mi generación (o sea, los nacidos en el mejor año, 1993, y alrededores temporales) nos desencantamos con la selección porque el primer mundial del que tenemos total y completa memoria es el de 2002. Aquel fracaso de Bielsa. Que qué equipazo teníamos también. Nos volvimos en fase de grupos.
El mundial de 2006 fue especial para los que somos de Boca porque iba un tal Juan Román Riquelme. Y estaba un Messi de 18 años que ya iba ganando premios en el Barcelona. En el partido de Cuartos que nos eliminó Alemania por penales… ni jugó Messi, se lesionó el Pato Abbondanzieri (arquerazo), el ‘era por abajo Palacio’, y Pekerman, inexplicablemente, cambió a Román en el minuto 72.
Si sigo yendo para adelante, en Sudáfrica 2010, otra derrota (peor), en cuartos de final contra Alemania. En Brasil 2014, caímos en la final. Y dale con Alemania. Será por eso que siempre les tengo un miedo futbolístico bárbaro a los robots esos. En Rusia 2018, afuera en octavos de final contra Francia. Y ahora, Qatar 2022, instancias decisivas, y seguimos ahí.
Si voy para atrás, en EEUU 1994, quedamos afuera contra Rumania en octavos. Y caímos en la final de Italia 90, contra… Alemania. En el 86, claro, le ganamos la final a Alemania (vale aclarar, una selección argenta muy maltratada por el periodismo de la época). Aquí es donde quería llegar. Como mis viejos, las personas nacidas en el 60, pudieron ver y disfrutar, con más o menos 18 y veintipico de años, a la Argentina campeona del mundo. Si los de mi generación estuvimos mucho tiempo desencantados con la selección, los de aquella otra, imagino, todo lo contrario. Salir campeón del mundo dos veces en menos de 10 años hace parecer hasta fácil una gesta así. Y yo quiero eso. Quiero malacostumbrarme a ganar mundiales. Por eso la emoción mía, y de tantos de mi edad, cuando pudimos gritar por primera vez, en 2014: “¡Argentina,estamos en la final del mundo!”.
Lo más lindo de todo es que esa malacostumbre puede llegar de la mano de Scaloni (y de Messi, el Dibu, etc, etc), que había ganado algo dirigiendo la Sub-20 y que, cuando llegó a ser DT de la mayor, no mucha gente lo ubicaba. ‘¿Y este entrenador interino quién es?’, era la pregunta. Porque nadie se animaba a agarrar el quilombo que era la selección en 2018, tras la olvidable gestión de Sampaoli. Y la AFA nos puso un interino. Un tipo en el que prácticamente nadie confiaba y que muchos, entre los que me incluyo, pensamos al principio que iba a ser un parche temporal, un chivo expiatorio para seguir justificando la tempestad incontrolable de egos que parecía ser el vestuario de la selección.
El tipo llegó y limpió nombres. Les dio oportunidad a más pibes. Fue haciendo. ¡Hasta jugó partidos sin Messi y ganó! Por primera vez en mucho tiempo, al menos en mi opinión, vi una selección argentina que no dependía pura y exclusivamente de los nombres, que se iba formando un equipo. Una selección que ya ganó algo, la Copa América 2021 (en Brasil, contra Brasil), después de mucho tiempo sin lograr nada. La confirmación de ese proceso de renovación. El auge de la Scaloneta. Gracias Lionel Scaloni, que nunca antes dirigiste un club y ahora dirigís los hilos de quienes, con sus pies, les ponen el ritmo a nuestros latidos. Sea por 90 minutos, por 120, o por la eternidad del punto de penal.
Y ahora el mundial
Un mundial en el que, cada vez más, jugamos contra todo y contra todos. Y la Scaloneta avanza. Sin bailes cariocas, sin goleadas históricas, perdiendo el primer partido contra Arabia Saudita, demostrando en la cancha contra quienes boquean y menosprecian desde los micrófonos… y así vamos. Aguantando a esos latinoamericanos (aunque no todos) que les duele y les lastima ver que Argentina sigue en Qatar cuando sus selecciones lo miran por la tele. ¡Y hasta hinchan por europeos! Y aguantando también a esos europeos que no pueden entender cómo estos sudacas juegan mejor que ellos a un deporte que ellos inventaron. Todavía no aprendieron que haber nacido en Europa no te hace mejor persona que alguien nacido en otro lado.
Yo estoy muy lejos de casa ahora. Es el primer mundial que me toca ver fuera de Argentina. Por suerte, acá en Madrid encontré lo que ha sido la verdadera meca argentina mundialista, la Sala Cats, en la Calle de Julián Romea número 4. Julián, como Julián Álvarez. Y mi camino ahí empezó contra México (Arabia Saudita fue en un horario inviable). Después Polonia, Australia, Holanda, Croacia, y el domingo será Francia. Y con el camino mundialista, las cábalas. Si en ese boliche, en esa discoteca, conocí a Tomás, a Luca, y a Lautaro, todos los partidos se ven con Tomás, con Luca, y con Lautaro. En la misma baldosa, mirando la misma pantalla, con la misma camiseta, la misma ropa, y consumiendo un fernet en todos los entretiempos.
Pero, claro, no todo es ahí. Antes de la Sala Cats está el Metro. Para ir hasta allá desde casa tengo unos 40 minutos en subte. Desde Usera hasta Guzmán el Bueno, todo Línea 6. La gris. La famosa Circular. Que se llama así, por supuesto, porque hace un círculo alrededor del centro madrileño. Una creatividad bárbara para los nombres. Lo mágico es que justo Usera está en el extremo opuesto exacto del círculo. Entonces puedo optar por ir por un lado o por el otro. Por supuesto, el lado que elegí para ir es el que repetí en todos los encuentros. Y, como si eso no fuera suficiente, es el lado que tiene tres estaciones seguidas que se intitulan: Diego de León, porque ‘Fua, el Diego’; Avenida de América, porque campeones de la Copa América; y República Argentina, porque “en Argentina nací, tierra de Diego y Lionel”.
En fin, estamos en la final del mundo otra vez. Algo que no cualquiera puede decir. Con la ilusión intacta, con la ansiedad en alza, y con la confianza puesta en un equipo que, sin tanto nombre como en otras oportunidades, han llevado a la celeste y blanca a lo más alto. Del otro lado, la Francia de Mbappé.
De una u otra manera, agradecido por todo lo que estos muchachos nos han dado. Por las alegrías y el sufrimiento. Cada definición por penales, un pálpito más cerca del síncope. Cada gol, un grito y una lágrima más cerca de la felicidad. Ahora, si ya llegamos hasta acá, solo queda un pasito más.
Yo, al menos, lo he intentado. Aunque realmente no te lo puedo explicar, porque si no sos un loco del fútbol no lo vas a entender. Y si lo sos, no hace falta que te lo explique. Lo único que sé es que, si el cometa Halley se vio desde la Tierra en 1986, y un barrilete cósmico pasó justo por el Mundial de México 86, ojalá veamos pasar ese mismo barrilete cósmico por el Mundial de Qatar 2022. Que para los cometas están los telescopios. Pero, para el barrilete cósmico, los argentinos.
Y bueno, vamo’ a ver qué pasa.
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