Los 100 metros llanos de Legazpi
El otro día estaba mirando una película que hace mucho tiempo no veía: ‘Lo que ellas quieren’. Esa en la que Mel Gibson y Helen Hunt trabajan en una agencia publicitaria y él, por cuestiones que no vienen al caso, de repente puede escuchar lo que las mujeres piensan. Hay una gran escena en la que ambos están tirando ideas para una campaña de running de Nike, sobre por qué las mujeres corren. Y eso fue, en parte, el disparador de esta publicación.
En resumen, la campaña termina siendo algo como
lo siguiente: “Vos no te mirás al espejo preguntándote qué pensará la calle de
tu ropa antes de salir a correr; no tenés que escuchar sus chistes y pretender
que es gracioso; no es más fácil correr si te vestís más sexy; la calle no se
da cuenta si estás usando maquillaje, ni le importa tu edad; no te sentís
incómoda; porque vos ganás más dinero que la calle, y podés llamarla cuando
quieras… aún si ha pasado solo un día o apenas un par de horas desde tu última
cita; la única cosa que le importa a la calle es que la visites de vez en
cuando”.
Toda esta bella introducción es para decir que,
como nos lo ilustra San Hollywood, la mera acción de correr está sumamente
inmiscuida en la normalidad del ser humano. En la nueva y en la vieja
normalidad. Y, de hecho, no son solamente los grandes estudios cinematográficos
los que lo afirman. También existe evidencia científica.
¿Sabías que el cuerpo humano está naturalmente
diseñado para correr? Sobre todo, grandes distancias. De acuerdo a ciertas
investigaciones científicas, una de las mutaciones genéticas más antiguas en la
configuración del ser humano fue la que posibilitó que la especie comenzara a
diferenciarse de los monos. Estamos hablando de hace más de dos o tres millones
de años, cuando los primeros atrevidos y necesitados homínidos decidieron dejar
atrás los bosques para dedicarse a perseguir a sus presas. Porque, intuyo, era
más satisfactorio y mejor comer un buen cacho de animal que entrarle al bambú
cual oso panda.
Y, si bien, esta razón genética tiene también
sus detractores, porque de qué vivirían si no las revistas de publicaciones
científicas, lo cierto es que la evidencia fisiológica sí que está. Por
ejemplo: la longitud de nuestras piernas, la habilidad de sudar, y el hecho de
que hayamos dejado, en algún momento, de estar enteramente cubiertos de pelo,
son solo algunas de las razones que han permitido a nuestra especie incrementar
la resistencia a la hora de correr largas distancias. Hay hasta quien dice que
evolucionamos, prácticamente, para correr.
Podemos ponernos aún más exquisitos y
detallistas. Tenemos un ligamento nucal que impide que nuestra cabeza se caiga
para adelante. El tendón peroneo corto también, aseguran, se nos desarrolló más
que en los simios y en los chimpancés y, consecuentemente, nos es de gran ayuda
para el movimiento. Los glúteos, los arcos de nuestros pies, la estructura de
nuestros brazos, y un extenso desfile de etcéteras.
Pero, claro, el correr por necesidad (de caza o
escapatoria) dejó de ser algo común desde que descubrimos la comodidad de la
modernidad. Dicha acción, por ende, pasó a ser más un ejercicio preponderante
de una cultura primordialmente sedentaria. Ahora, ya no corremos persiguiendo a
una cebra en la sabana africana con la esperanza de alcanzarla cuando ésta se
canse. No, ahora nuestros objetivos son otros.
De esta manera, llegamos a Legazpi. A los cien
metros llanos de Legazpi. ¿Qué son? Se preguntarán. ¿A qué me refiero? Pues,
como todo tiene que ver con todo, y, como dijo don Albert Einstein, todo es
relativo, podemos decir que hay cierto número de seres humanos que iniciaron su
evolución hace 2 millones de años para desplegar su velocidad bípeda en la
estación de Metro de Legazpi.
Para los que no saben de lo que estoy hablando,
me refiero a una de las estaciones del (metro) subte de la ciudad capital
española. Más específicamente, de la línea 3. De la amarilla. Esa que transito
yo de lunes a viernes para ir y volver del centro. Así que tengo evidencia
empírica de sobra, en calidad de observador participante, y puedo considerarme
un experto en la materia.
Porque al madrileño o, más bien, al residente
en Madrid, no le interesa que dentro de tres o cuatro minutos vaya a pasar otro
tren. No. Siempre, en cualquier horario, si el transporte está en la estación,
es cuestión de vida o muerte hacer valer esos dos millones de años de evolución
del correr. Ese ligamento nucal, ese tendón peroneo corto, todo. En esos
segundos de adrenalina, sea en sandalias, ojotas, tacones, zapatillas o
zapatos, en ese preciso instante, la teoría de la evolución de las especies
cobra más sentido, incluso, que para el mismísimo Charles Darwin. Es ir a la
caza de ese gusano metálico gigante. Antes de que chifle y cierre sus puertas
al destino.
En este contexto, el residente de Madrid no le
teme a nada. Si tiene que atropellar a otra persona, atropella; si se resbala y
tiene que mantener el equilibrio, lo hace cual Tony Hawk, y no solo eso, lo
hace invariablemente en dirección al tren; si tiene que saltar los escalones de
dos en dos o de tres en tres de la escalera mecánica, salta como un trapecista
del Cirque du Soleil; si tiene que empujar, empuja; si tiene que emitir sonidos
guturales, le da envidia hasta a Tarzán; y si tiene que inmolarse y arrojarse
entre las puertas cuando éstas se están cerrando, lo hace sin dudarlo, aunque
esto vaya en contra de todos los estatutos internacionales de los metros y
subtes del mundo. Porque, al final, el ser humano evolucionó para algo. Y, en los
subsuelos de los Madriles, eso está más que claro.
Se preguntará, entonces, a continuación: ¿Qué
tiene de especial, entonces, la estación del Metro de Legazpi? La respuesta no
les sorprenderá. Dicha locación presenta dos desafíos para los corredores y
pone en juego los talentos extremos de los más hábiles velocistas. Es el punto
álgido del tendón peroneo corto en su máximo esplendor.
El primero, el nivel uno, es una carrera con
obstáculos. En la combinación con la Línea 6, la gris, la famosa Circular, hay
una infinita escalera que, al bajarla, da a una curva cerrada, última barrera
para alcanzar el tren subterráneo. Y es mucho más que un ejercicio físico. Aquí
entra en la combinación el análisis del comportamiento de los otros pasajeros y
la intuición. Va mucho más allá de saber
correr. Porque el que viene bajando, debido a las tantas curvas, no tiene
posibilidad de ver en ningún momento si el transporte está o no está en el
andén. Es entregarse al santo patrono de los metros perdidos. En consecuencia,
cuanto más rápido pueda uno estar en el objetivo, pues, mejor.
Esto va en desmedro de aquellos que, justo en
ese instante, se están bajando del tren y prestándose a, tranquilamente, tomar
la curva y subir por las escaleras. Es decir, hacer el camino inverso. Porque
nuestros corredores no entienden de humanas interposiciones. Los he visto
derrapar, he visto topetazos que no se suelen ni detectar en el fútbol
americano, o saltos olímpicos (como la palomita de Manu Ginóbili en Atenas 2004)
para arrojarse dentro antes de que se cierren las puertas. En fin, en medio de
la jungla subterránea madrileña, es aprender a sortear estos obstáculos,
adaptarse, o perecer.
No obstante, el nivel dos, la prueba más
emblemática, son los 100 metros llanos de Legazpi. Mucho más a la vista que la
anterior. Porque esta se ve ni bien se atraviesan los molinetes de entrada, a
mano derecha. Es una larga rampa que acaba justo en uno de los andenes de la
Línea 3. ¿Lo mágico de la situación? Que desde arriba se ve la llegada del tren
y, no solo eso, también se vislumbra al conductor. Es éste el que, en
reiteradas oportunidades, decide el futuro de los velocistas. Porque, si el
maquinista tiene piedad, puede añadir unos segundos claves al cronómetro. O, en
su defecto, todo lo contrario.
Si pudiéramos acceder a las cámaras de
seguridad de ese tramo, les prometo que el equipo de atletismo de España podría
contar con un semillero de talento incomparable. Esa rampa ha sido testigo de
los mejores sprints finales del deporte y sin necesidad de contar con calzados
deportivos o mallas de running. Ni el propio Usain Bolt se animaría a tanto. Es,
sin dudas, el escenario en el que dos millones de años de evolución han dado su
fruto.
Y una cosa es segura. En esos segundos de
carrera es mal momento para estar caminando por la rampa haciendo el camino
contrario. Porque los 100 metros llanos de Legazpi son como los juegos del
hambre de los corredores y, quienquiera que se interponga, terminará como en la
estampida que mandó a Mufasa para el otro lado.
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