De borrachos, esquinas, Madrid, y Cortázar
Hay algo en el silencio de la primera mañana de un sábado. Más bien, del final de la primera mañana, sobre las 9.30 o así, porque... ¿qué es el sábado antes de las 9 de la mañana?. Hay algo. O, quizás, es la falta precisamente de algo. Por ahí es eso, la falta del ruido habitual del trajinar de la gente. Pero es ese algo, sea por presencia o ausencia, que es ideal para sentarse a desayunar y a leer en el balcón. Y también, dependerá del barrio, para admirar la fauna que camina a esas horas por las calles del sur de Madrid, un poco más allá del Manzanares.
Es una postal que se repite. Frente a mi balcón
hay justo, del otro lado de la calle, los típicos contenedores de basura para
reciclar (de izquierda a derecha, marrón, amarillo, naranja, gris) e,
inmediatamente al lado, una pequeña placita en donde están esos aparatos para
hacer gimnasia. Pues es en ese radio de tan solo unos metros donde se marca un
contraste maravilloso entre quienes salen a hacer ejercicio por la mañana y los
borrachos tardíos (o tempraneros) que se sientan, encervezados, a no hacer
ejercicio durante horas. A no ser, claro, que se tome por válido el levantarse
cada 15 minutos a mear entre los contenedores.
Yo, mientras, leo un libro de Julio Cortázar
que no sabía ni que existía y que es una belleza: ‘Los autonautas de la cosmopista’. Un fantástico diario de viaje que escribió el cronopio mayor en 1982
junto a su última esposa, Carol Dunlop, sobre una loca travesía por autopista
en Francia. Todo a bordo de una camioneta Volkswagen roja preparada para camping
y que el autor de ‘Rayuela’ dio por bautizar Fafner, ya que le recordaba al
dragón de ‘El Anillo de los Nibelungos’. Aquí, otro hermoso contraste. En
primer plano, una aventura surrealista entre París y Marsella. Más allá, la
esquina de los borrachos deportistas.
Qué cosa la de los borrachos con las esquinas.
Estimo yo que, en el apuro por anotarse rápido los diez mandamientos que le dictaba
Dios, Moisés olvidó uno: ‘Los borrachos deberán reunirse en las esquinas’. Será
eso. Un mandamiento divino implícito. O algún centro de gravedad misterioso del
universo que los atrae, imantados, hacia esos sitios. Porque es un fenómeno que
no entiende de fronteras. Sucede en Buenos Aires y en Madrid. Lo he visto. Y
aquí, en el barrio de Usera, en la esquina de la estación de metro homónima,
casi a cualquier hora uno pasa y parece que el audio es sacado de los videos de
los Huevocartoon, de esos en los que empinan el codo de más y empiezan a
desvariar. Videos que, según he descubierto esta semana, hasta el propio Manu
Ginóbili los miraba.
Por suerte, hoy, frente a mi balcón, son pocos
los borrachos que pasaron. Así que el silencio de la mañana no fue turbado
tanto por sus gritos arrastrados y desentonados. Más bien, y conforme fue
avanzando el tiempo, por el esporádico paso de los autos, por alguna sirena
lejana de policía, ambulancia o bomberos, o, como también suele suceder, por
las conversaciones.
Los que viven en edificios sabrán que,
indefectiblemente, el sonido siempre va para arriba. Entonces, mucho de que lo
que acontece abajo, aunque uno no quiera, se escucha. Sobre todo, cuando el día
está todavía en silencio. Y hay mucha gente que transforma la calle en un locutorio.
No sé por qué, pero tienen que salir de casa para hablar por teléfono. ¿Será
una necesidad? ¿O será el tratar de hacer varias cosas a la vez para ganar
tiempo? Ahí les dejo la incógnita.
Lo cierto es que esto era una Torre de Babel (ya
que estamos con las referencias del Antiguo Testamento, pues, seguimos). Porque
por estos lares tenemos de todo. Una mujer española contándole a alguien que ‘ha
venido la Karina y el Pol, y que esta tarde los llevarán a pasear por Gran Vía
y la Plaza Mayor, porque a Sol no merece la pena ir porque está en obras’. Un
hombre en español latinoamericano, yendo y viniendo por los mismos 50 metros
frente a mi balcón (casi un show unipersonal exclusivo), discutiendo con otra
persona, exclamando que ‘siempre es un problema contigo’ y que ‘a mí no me
interrumpas porque no me importa una mierda’. ¡Qué ganas de putearse con
alguien por teléfono a las 10 de la mañana de un sábado!
También pasó una china, hablando en chino (desconozco
si mandarín, cantonés, o algún otro) por altavoz. Pero de esa conversación sí
que les debo el resumen. Porque no lo entiendo, claramente, y de transcribirlo
fonéticamente, aunque lo haya intentado y merezca una medalla por el esfuerzo,
no soy capaz. Lo mismo me ha sucedido con otro señor que pasó expresándose en
lo que mi cerebro categoriza como árabe.
Y así fue despertándose el barrio. Y los
ruidos. Y tuve que dejarlo a Cortázar cuando hubo un golpazo fuerte en uno de
los edificios de al lado y las palomas de los árboles cercanos salieron
disparadas. Y una vino hacia mí, diría que sin envidiarle nada a los aviones
kamikazes de Pearl Harbor. Pero de la guerra que hay en este balcón contra las
palomas, esas ratas aladas invasoras, hablaremos en otra ocasión. Porque merece
un capítulo aparte. Mas no sé si me alcanzará la vida.
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