Tratado sobre el consumismo cupidiano
De cómo la voluntad de compra entra por los ojos, hace llorar a los bolsillos, pero que a la larga vale la pena (si es bien aplicada su filosofía).
No suelo hablar de ropa, jamás. De hecho tiendo a ser de esos que si tiene que usar una media de cada color, porque perdí los pares correspondientes, las uso porque la vida es muy corta para andar apenándose y perdiendo el tiempo en combinar colores y demás. Aunque el usar una media de cada color me ha traído mala suerte, como días interminables y chicles pegados a la suela de mi zapato. Por otra parte hasta fui de alpargata y bermudas a la inauguración de un bar hace poco.
En resumen, no acostumbro a comprar ropa porque me parece excesivamente cara en contraste con el poco aprecio que le tengo. Por eso aprovecho al máximo cuando tengo la dicha de caminar por los pasillos de un Walmart estadounidense, por ejemplo, y comprar remeras por solo un par de dólares. Es la gloria. Para mí ir a Estados Unidos y no entrar a un Walmart es pecado capital.
Quizás habrá sido por esa sed de compra internacional que llegamos al disparador del tema del blog de hoy. Y justamente no tiene nada que ver con las descaradas ofertas y el consumismo máximo norteamericano, sino con mi estadía en el Viejo Mundo. Es parte de la magia de tener dos pasaportes y de sentirte falso europeo por unos 15 días.
Ella no habla inglés, hasta capaz no tiene ese encanto que puede brindar Walmart. Para nada. Habla español, pero cuando se entusiasma se pierde en un huracán de parla catalana que te hace bailar los lóbulos de las orejas. Y esto es porque me la encontré en Barcelona y no pude evitar invitarla a salir.
Es una campera marrón con el forro interior a cuadros verdes y azules, con líneas amarillas y rojas. Es suave al tacto, acariciable, ocho bolsillos, cierres, botones... Me la compré en El Corte Inglés, ese grande que está frente a la Plaça de Catalunya y nos conocimos casi de casualidad. Fue amor a primera vista y cuando nos dimos la mano y vi que había química entre nosotros, que había un 30 por ciento de descuento, le dije al vendedor que ella era mía.
Por eso es que estoy esperando que haga frío en Baires para poderla usar, porque en Barcelona no pasé frío y acá todavía no la pude lucir. Es más, ahora que la escribo encuentro en uno de los bolsillos la entrada del CosmoCaixa Barcelona (un museo de ciencias genial que me enseñó que nada es tan oscuro y tropezable como meterte al planetario cuando ya empezó la función, una catalana y yo contra la oscuridad del espacio).
Y eso es un claro ejemplo del consumismo o capitalismo cupidiano, dependiendo del autor hay algunas leves modificaciones en el significado. “Cuando hay flechazo, hay que comprar”, supo decir no hace tanto una de esas amigas con las que la vida te sorprende en lugares históricos como la Catedral del Mar y que te obliga a volver. De esas gratas sorpresas que vienen cuando vas a España y te metés a la visita guiada en inglés porque ya fue todo.
Paradójicamente el consumismo cupidiano, contrario al consumismo propiamente dicho, es sostenible. Porque claro está que enamorarse cuesta y por eso el consumista cupidiano no compra en exceso. Más aún, el consumista cupidiano queda tan flechado (casi tanto como el canto de las sirenas) que utiliza la misma prenda hasta que ésta muere o se rompe.
El consumista cupidiano va en contra de la sociedad de consumo actual. No cambia sus posesiones ni bien éstas se desgastan un poco o sufren algún rasguño, no. Lejos de eso, valora esos bienes escasos como esa última noche que pasás con alguien antes del fin del mundo, del Ragnarok, del apocalipsis zombie. Y la revive una y otra, y otra vez, (como Bill Murray en “Groundhog Day”, Tom Cruise en “Edge of Tomorrow”, y hasta quizás James Belushi y Michael Caine en “Mr. Destiny”, aunque esta última es porque me gusta a mí nomás).
En fin, yo seguiré esperando que haga frío para poder salir a pasear con mi campera catalana que no lo es tanto porque... está “fabricada en Myanmar”.
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