Lunes de perros
Meses han pasado desde que dejé de
actualizar este blog porque aparentemente es una relación amor/odio de nunca
acabar. Pero bueno, las situaciones vividas este lunes primero de febrero
ameritan ser relatadas y quedar posterizadas en las páginas eternas de la red
de redes incorpórea que todos dimos por llamar Internet.
Empecemos como empiezan mis mañanas
de lunes a viernes, si es que escucho los despertadores y me despierto en hora
como para luego salir caminando tranquilo al trabajo. Yo iba caminando como de
costumbre por el querido barrio Agustoni sin tener idea de que mi semana
empezaría bastante ajetreada.
Como siempre, a pie, no doblo en
México, porque es calle de tierra, llena de pozos, sin asfaltar desde
principios de milenio. Voy por Paraguay, que es la paralela y el equivalente en
Agustoni a la Quinta Avenida en Nueva York o a la Michigan Avenue en Chicago.
Obviamente, las comparaciones son relativas, a la escala pertinente, sin
tomarse todo tan literal. Imagínense verdulerías, almacenes, kioscos, la
despensa “El Polaco”, ferretería, bicicletería, todo. Incluso un lugar para
reparar computadoras o dispositivos electrónicos que se llama “Skay Net” o algo
parecido. El motivo de toda esta enumeración es simplemente para explicar que la
mencionada calle es la arteria principal del barrio y rebosa, todos los días de
la semana y casi a cualquier hora, de gente, perros y autos, sin discriminar.
Camino esquivando charcos, el agua a
veces verdosa y odorosa que sale de las casas, siempre atento a si vienen autos
porque las veredas jamás existieron por estos lares. Y así, afortunadamente con
una gentil ráfaga de fresco viento como acompañante. Cada tanto, algún
barrendero saluda al pasar, o ciertos vecinos contestan el “buen día”, otros ni
se dan por aludidos. Hasta que por fin doblé y pasó lo que pasó.
Una jauría de unos cinco o seis
perros se gruñían entre ellos cual fieras disputándose el mejor pedazo de carne
del universo. Pero lo curioso era que no había nada. Aparentemente, como suele pasar
entre los hombres también, y por eso serán los mejores amigos, había una fémina
en el medio. Y faltó que yo pasara, rezando no llamar la atención ni del más
mínimo insecto, que los perros dirigieron su ira momentánea contra mí.
Gruñidos, ladridos, y a paso veloz me alejé. Como si no necesitara hacer
ejercicio para escaparme de tal situación.
Será que mi miedo, en cierta medida,
a los perros se dé porque cuando era chico uno de los canes de mi abuela
intentó morderme. Aunque yo también, ahora que me detengo a pensarlo, mordería
a quien osara levantarme en brazos mientras estoy con un plato de comida
enfrente. Si ya el uruguayo Suárez muerde durante los partidos de fútbol. Por
algo tiene que ser.
Pese a todo, llegué a la radio sin
mayores percances. Los perros gruñones quedaron atrás y en forma de recuerdo.
No obstante, lo peor estaba por venir. Y lo haría al amparo de la noche, de la
oscuridad casi suprema.
Eran cerca de las nueve de la noche
y yo en la bici, como vengo haciendo habitualmente desde que empezó el el 2016.
En una de las tantas vueltas al barrio, un can salió desde las sombras y empezó
a correr y ladrar a la par mía. Como corresponde, mantuve la tranquilidad y el
perro eventualmente cedió en su intento de vaya a saber qué. Confieso que en
algún microsegundo me sentí perseguido por uno de los hell hounds, aquellos perros del infierno que salen a perseguir a
quienes osan desobedecer al demonio que les prometió fama y dinero en exceso
por diez años a cambio del alma. Esto me pasa por mirar demasiado series como
Supernatural.
No obstante, esa primera pasada no
fue el clímax de esta historia. Ni tampoco la segunda, que pasé desapercibido y
airoso por la zona de peligro. Ya a la tercera no me salvé y casi no vivo para
contarlo. El denodado canino atacó, como japonés kamikaze a la marina
estadounidense en 1943, y se arrojó contra la rueda trasera de mi bicicleta.
Considerando que el animal era mediano y con una gran fuerza de voluntad por
despojarme de mi medio de transporte, estuve a punto de perder el equilibrio.
Por suerte, no fue así. Pero ya en la vuelta siguiente decidí, por el bien de
la marina, no aumentarle la cuenta de victorias a la aviación enemiga.
Así fue como sobreviví a las
ofensivas caninas, que marcaron un inicio bien optimista para este mes de
febrero que vino con los hocicos de punta.
Aclaración final: este escrito
hubiera sido subido a Internet el mismo lunes, de no ser porque Telefónica no
repara desde la semana pasada los cables quemados que nos han privado ya
demasiado de la conexión y del teléfono. Habiendo hecho el reclamo también por
aquí, les puedo confirmar que fui a la tierra de los diccionarios de papel (no
Google por obvias razones) y doy fe de que siguen funcionando tan bien como
siempre.
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