Del pelo y los Rolling

Era otro día más sobreviviendo a estos calores de verano. Tropicales, como si viviéramos en la selva misionera, pero sabiendo siempre que solo estamos a escasos kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires. El calor era mucho más sofocante, incluso, luego de salir de estar como vino añejo dentro de un lugar sin aire acondicionado. 


Entonces claro, transpiración, sudor, agua corporal, como quieran llamarlo, a raudales. Y unas justificadas ansias por cortarme el pelo. A todo esto, jamás me iba a haber podido imaginar, el duelo lingüístico y verbal con el que me toparía un par de cuadras después. Justamente, en la peluquería.

A saber, el hombre común (partiendo del análisis inductivo de que yo soy un hombre común y, por ende, tengo la autoridad moral necesaria para generalizar) se corta el pelo, o va a cortarse el pelo, una vez por mes. Una vez cada dos meses, con toda la furia. Siempre hay excepciones, claro. Como aquellos que osan desplegar melenas a lo Simba, o siguiendo a la banda de rock de moda.

Pero ese no es mi caso. Existe un principio de vida que tengo desde que apenas tenía uso de razón y que he venido manteniendo inexorablemente durante más de 20 años y es el siguiente: “Nenes pelo corto, nenas pelo largo”. Podrán decir que es conservador, que es anticuado, que no va acorde con el libertinaje de la época. No obstante, sigo manteniéndome fiel a mis principios. 

Por esta misma razón fue por la que fui a la peluquería, una a la que nunca había ido antes, para raparme. El famoso corte todo con máquina, la número 3. Todavía no sé por qué no me animo a comprarme la máquina para cortarme por mi cuenta. Y fue por mi anhelo de evitar ese silencio incómodo que surge cuando alguien te corta el pelo, que inicié una de esas conversaciones que no suelen llevar a ningún lado. Cuán equivocado estaba.

La peluquera era una señora con ya muchos veranos a cuestas. Unos cuarenta y tantos. Era la que regenteaba todo ahí. Bah, en realidad tenía una sola empleada, de veinte años como mucho. Ninguna de las dos ostentaba muchas ganas de vivir a esas horas. Y claro, no las culpo, con el calor agobiante de un día de semana a las seis de la tarde, sumado a la poca actividad comercial, seguramente estaban esperando la hora de cierre y taza, taza, cada uno para su casa. Pero entré yo.

Fue luego de preguntarle sobre cómo iba el negocio cuando hice la pregunta del millón: “¿Quiénes se cortan más el pelo, las mujeres o los varones?”. Para mi sorpresa, la respuesta fue que son los varones. Aparentemente los hombres han desarrollado en los últimos años un amor desproporcionado por sus cabelleras y, al usarlo generalmente más corto, son más las veces que van a la peluquería. Pero lo raro no es la reiteración de visitas, lo raro es esa excesiva preocupación por tener el corte de pelo de fulano o de mengano. En un pasado no muy lejano, las cosas eran al revés, eran ellas las locas por el cabello.

“Las mujeres casi ni vienen ya”, dijo la peluquera. 
“Qué raro, yo siempre pensé que las mujeres se cortaban más el pelo”. 
“No se cortan mucho, capaz vienen a hacerse peinados pero ya ni eso”.
“Se intercambiaron los roles”, digo yo. Y he aquí lo mejor de lo mejor.

No sé en qué momento se desvirtuó la conversación. O si yo, pese a que trabajo en radio, perdí momentáneamente la dicción necesaria para hacerme entender. O si la peluquera tuvo un flash espiritual muy fuerte. Lo único que sé es que repuso a mi comentario con un:

“Sí se vienen los Rolling”. 
Confusión total, qué está pasando. 
“Los voy a ir a ver, están haciendo una gira por Chile, Argentina, Brasil, Uruguay... tengo una amiga que no consiguió entrada para acá y se va a ir a verlos a Uruguay... ¿Vos los vas a ir a ver?”.
“¿A los Rolling Stones? No, no. Yo soy más de los Beatles”, un manotazo de ahogado para salvarme con clase de una conversación inesperadamente bizarra. Aún así, nunca perdí la celeridad y continuamos hablando seriamente de los Rolling. Que es la segunda vez que vienen a Argentina, que ella los había ido a ver en ese entonces, que pum, que pam.

Por suerte, o no tanta, mi corte termina rápido. Ya de camino a casa todavía seguía sin entender cómo una charla barata para pasar el tiempo había cambiado de esencia tan rotundamente. Del corte de pelo a los Rolling Stones sin escalas. Todavía sigo sin entenderlo. Sin embargo, si Dios está en los detalles, deben ser estas pequeñas cosas las que definen la verdadera grandeza de una banda: cuando  absolutamente de la nada, se imponen como tema de conversación.

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