Veintiocho años y divorciado
La vida no es justa.
Nada tiene sentido. La vida es injusta cuando todo te sale mal. Más después de
haberte divorciado de esa mujer a la que juraste amor eterno. Después de que
todos esos años (fueron tres nomás, pero eternos) parecieran no haber servido
para nada más que para comprobar que esa elección tan segura y confiada fue
simplemente estúpida.
Sí, la parte del
noviazgo fue hermosa. Un preludio excelente, no menos engañoso, de lo que al
final no pasaría de una mera desilusión, de la desesperanza. Pero no tenía
manera de saberlo. Nadie tenía manera de saberlo. Todos los que caemos en la
trampa del amor creemos que durará para siempre, que todo será bonito, que es
para toda la vida… Pienso esas frases de novela romántica barata y me río solo.
En mis días de soltero juré jamás caer en ese tipo de pavadas y aquí estoy,
veintiocho años, divorciado.
Creo que el primer año
fue lo mejor, el auge de nuestro matrimonio. Comenzando por esa noche de bodas
estupenda. Verla con lágrimas en los ojos, ataviada con ese vestido blanco
contorneando su figura. Algo simple, a la moda, sexy, como a ella le gustaba.
Bien fashionista, bien moderno. Nada
de esos anticuados con cola larga que hacen recordar a los años ochenta. ¿Para
qué? Ella siempre necesitó mostrarse como era. Eso fue lo que me cautivó, lo
que me dejó bobo. Aunque a veces, debo admitir, mostraba demasiado. Pero ella
era mía. No me importaba nada. Si con el que compartía la cama todas las noches
era conmigo.
Así se fue el primer año.
La cresta de la ola. Así se fue el amor verdadero, el romanticismo, la
juventud, los besos, el cariño, el buen sexo, y las demás cosas que hacen a un
matrimonio joven que no pensó hasta el momento en tener hijos. Era perfecto.
Tal cual me lo había imaginado, como se lo imagina uno cuando piensa en ese
tipo de cosas y todavía es un pibe al que le falta mucha vida por recorrer. La
típica vida de casados ideal sacada de libros, películas, televisión. Me
acuerdo que juramos con mis dos amigazos de la adolescencia no caer nunca en
ese tipo de pavadas. Y aquí estoy, veintiocho años, divorciado y pateando las
calles de Buenos Aires un viernes a la noche.
Con las manos en los
bolsillos y sin rumbo, levanto la vista solo para ver a dos chicas (que no
pasan de los 25 años seguro) vestidas para matar. Una morocha y otra rubia, las
dos muy monas. El Yin y el Yang. La primera con unas calzas apretadas que hacen
juego con su pelo, la segunda con un vestido también al cuerpo que deja a la
vista largos kilómetros de piernas. Yo cagándome de frío y estas pibas van así
a la noche. Cruzamos miradas. Quizás alguna de las dos me sonrió, todas tienen
ese detector de “hombre joven divorciado” en algún lugar de su organismo. Ya
cuando quedan detrás mío giro la cabeza indefectible y disimuladamente. Reflejo
que supe erradicar o, más bien, mantener a raya durante mi fracaso matrimonial.
Pero sí, dos pares de piernas y culos que amenizan algo de la tristeza del
divorcio y hacen resurgir la luz de la soltería.
Sin embargo, si a ella
la hubiese conocido vestida así seguro que no la hubiera invitado a salir
nunca. Eran otros tiempos. Otra formación cultural. Otra vida, a esta altura. Y
si bien las minas se vestían para matar y calentar a cuanto hombre se les
cruzara, ella podía hacer lo mismo pero de una forma más sutil, con otro
estilo. Siempre me gusta pensar que me mató suavemente. Sí, como dice la
canción. Y es que ella no necesitaba vestirse como una puta producida de alto
nivel para provocar. No, estilo y elegancia eran sus estandartes. Por lo menos
cuando salíamos a bailar. Conquistarla fue una misión casi imposible. Fue como
remar en arenas movedizas. Finalmente pude. La invité a tomar un café (la más
neutral de las invitaciones y poco proclive a fallar, a menos que la cosa no
funcione desde el “vamos”), más adelante la llevé al cine, después a cenar. Y
así, subiendo peldaños en la escalinata de los cortejos contemporáneos. ¿Lo más
lindo? Sacarla a bailar sabiendo que solamente bailaría conmigo toda la noche.
En esos días estaba más
enamorado que Don Quijote de la Mancha de Dulcinea del Toboso. De pibe, al ver
a la gente volverse tan tonta al “enamorarse”, juré que nunca en mi vida iba a
caer en ese tipo de pavadas… y aquí estoy, veintiocho años, divorciado,
entrando solo a un bar.
Como si fuera un habitué del lugar encaré hacia la barra
y me senté en uno de los pocos taburetes todavía libres. El bar no estaba
rebosante de gente (joven, gente joven, más joven que yo seguro) pero pintaba
que en cualquier momento sí se iba a llenar. Son de esos que a partir de
determinada hora se transforman en boliche. Levanto la mano para llamar la
atención del barman. Unos segundos
después, beso el pico de la cerveza y siento ese sabor amargo característico.
Nada mejor que una birra para ahogar las penas de un matrimonio fallido, de un
cuento de hadas sin final feliz, de una ilusión trunca.
Cuando me quise dar
cuenta, estaba ya por la segunda ronda de cervezas, hablando entusiasmado con
un cincuentón canoso que al parecer se las sabía todas. La verdad es que hasta
parecía más joven. Jeans, camisa a cuadros, sospecho que en mejor forma que yo.
Afirmarlo sería igual que ir a llorar al muro de la vergüenza. Igualmente, él
pagó la segunda ronda de birras y la tercera y no sé si hubo una cuarta. Hablamos
largo y tendido. Su voz portaba esa entonación particular propia de alguien
nacido y criado en el litoral argentino (Misiones, Corrientes, por ahí).
Detalle que, en medio de tanto porteño, era una melodía digna de escuchar. Hablamos
de política, de que la economía del país está para tirarla al tacho, que si yo
estaba triste por un divorcio cómo podía estar él que ya iba por el segundo,
que estas chicas de ahora son mucho más atrevidas que las de antes. Brindamos
por quién sabe qué. Chocamos nuestras botellas una vez más, esta vez me
acuerdo, por la soltería. Por la gloriosa soltería.
Hablamos sobre la
existencia de Dios, sobre la vida y la muerte. La calidad filosófica a la que
puede llevar el alcohol a veces me impresiona. Discutimos si rubias, morochas o
pelirrojas. Hablamos sobre nuestras exesposas, exnovias, el historial completo.
Intercambiamos consejos, sacamos conclusiones. Después de todo, de la
experiencia de un galán chapado a la antigua y los trucos de alguien “moderno”
como yo tiene que salir algo interesante. Fue cuando le pregunté “¿Y qué carajo
hacés en Buenos Aires?” cuando una morocha despampanante se acercó a pedir un
trago y se puso entremedio de ambos.
La chica era el combo
completo, buena delantera, buena defensa, ojazos. El dreamteam. Y para mí no pasaba de los veintitrés. Aunque la edad no
fue impedimento. Enseguida mi nuevo amigo le dijo algo al oído, ella lo miró y
sonriéndole le contestó. Unos segundos de charla, me guiña el ojo de por medio,
y la saca a bailar a la morocha, descubriendo luego una habilidad para el baile
que yo no creí capaz en alguien de cincuenta y con canas. Porque yo soy de
madera.
Me doy cuenta de que
estoy mirando a la morocha con ojos lascivos y me vuelvo hacia la barra. Quién
diría. Celoso de un viejo cincuentón. Qué cosa, hace un par de años pensé que
jamás iba a estar inmerso de vuelta en una situación como esta y mírenme ahora:
veintiocho años, divorciado, celoso de un viejo que está disfrutando de un
bombonazo.
Un par de canciones más
tarde siento que me tocan la espalda. Era la recientemente formada pareja. Ella
con una sonrisa pícara me toma del brazo y me lleva a la pista de baile. Yo no
entendía nada. En el ínterin el viejo me susurra unas palabras al oído y me da
unos papeles que sin mirar guardo en el bolsillo, creo que me dijo “pasala
bien”, pero imposible estar completamente seguro. Cómo concentrarse con una
morocha así bailando encima mío.
Mucho tiempo hacía desde
que no la pasaba tan bien con una mujer. Pensar que estuve casado tres años,
conocí a fondo a una persona que creí mi compañera de toda la vida y… la vengo
a pasar genial con una completa desconocida. Desperté en un telo de alto nivel.
Sí, esos “papeles” que me entregó el viejo eran varios billetes y qué podía
hacer cuando me di cuenta de eso. Plata más una morocha divina, mi ecuación se
resolvió rápido, prácticamente por sí sola. Lo que me extrañó fue que al viejo
no lo vi más. Y eso que lo estuve buscando un rato antes de salir del bar.
Aunque confieso que tenía más ganas de encamarme con mi inesperada conquista
que de pasármela buscando a un avejentado Robin Hood.
Nos duchamos, ella se
vistió y se fue. Yo llegué a casa y me tiré a dormir todavía sin poder creer mi
suerte. No pensé nada más que en el cuerpo de la misteriosa joven, porque ni
siquiera me dijo su nombre.
*
Dos semanas después, un
domingo, compro el diario luego de ir a misa. Me subo a mi nuevo BMW y emprendo
viaje. En la luz roja de un semáforo miro la primera plana. La página estaba
dominada por una foto, un rostro que me devuelve la mirada con una sonrisa.
“Estanciero multimillonario muere a la edad de 54 años”, rezaba el titular. Le
sonrío en respuesta y acelero. A los veinte minutos estoy estacionando en un
cementerio. Miro el diario una vez más y lo dejo ahí, sobre el asiento del
acompañante. Abro el baúl y saco un pequeño bolso que traje conmigo.
Imposible olvidar otra
de las frases del diario, pienso, mientras camino bajo el sol por entre las
tumbas: “Los parientes del difunto están enfurecidos por no formar parte del
testamento y promueven una campaña legal para que el Código Civil vuelva a
tomar por válido el artículo de los ‘herederos forzados’ derogado pocos meses
atrás”.
Me siento frente a una
de las tantas tumbas. Su tumba. La del cincuentón del que me hice amigo en el
bar aquella noche, la del viejo que me introdujo a esa morocha despampanante,
la de aquel misterioso Robin Hood que además de pasarme unos billetes aquella
noche inolvidable me dejó a los pocos días una estancia en la provincia de Corrientes
y más de cinco millones de dólares. No sé cómo me encontró porque ni siquiera
le di mi apellido ni por qué carajo me dejó toda su fortuna. Pero
verdaderamente… ¿qué importa eso? Estoy eternamente agradecido. Aquí estoy,
veintiocho años, divorciado, estanciero y multimillonario. De repente soy el
partido perfecto.
Porque la vida es justa.
La vida es justa cuando nos va bien. La vida es justa cuando repentinamente
volvemos a ser felices. La vida me es justa, por lo menos por el momento.
Saco del bolso un par de
cervezas, le dejo una a él y bebo la otra en su honor.
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