Pisando Texas

Una crónica sobre mi llegada al estado de la estrella solitaria, en febrero de este año (2013).


Cuando el piloto del avión agradeció, primero en inglés y después en un español de diccionario, a los pasajeros por haber elegido a la compañía aérea para realizar aquel viaje (de Buenos Aires a Houston), me di cuenta de que estábamos por llegar. Después de tanto dormir incómodo, mirar películas y series en el asiento de adelante, escuchar música, atisbar el pasillo para ver en qué momento era mejor ir al baño, y comer la mitad de esa comida “de avión”, las palabras del piloto fueron más que una sinfonía.

Enseguida, los que no habían completado los papeles de aduana y de la visa, se pusieron a hacerlo, intentando escribir adecuadamente entre los leves movimientos del avión y las bandejas del desayuno. La ciudad se agrandaba más y más por fuera de la ventanilla. Esa rara sensación que se genera cuando el avión está descendiendo, como si los sentidos del cuerpo se desorientaran por un momento, se apoderó de todos. Minutos después, el paisaje de la ventanilla cambió y el gigante aeropuerto de Houston, el George Bush, hizo su aparición. Ese monstruo rectangular blanco, casi totalmente simétrico, rodeado por largas pistas de aterrizaje y envuelto por las vías del pequeño tren que lleva a los pasajeros de terminal a terminal. Aviones aterrizando y otros que emprendían el vuelo, autos que llegaban y estacionaban, personas que como hormigas entraban y salían del edificio. Esos pequeños vehículos que llevan las valijas, dignos de cualquier cancha de golf, iban de un lado para el otro.

Un momento de tensión e incertidumbre, el temblor de las ruedas haciendo contacto con el suelo un par de veces, la armonía de estar rodando sobre la pista. Nada mejor que ver al hombre que agita los tubos de color en el aire, con esa suerte de auriculares gigantes que lo salvan de quedarse sordo. Adentro, la mayoría hace caso omiso de las instrucciones dadas por las azafatas y se desatan el cinturón de seguridad antes de que el avión se detenga. Todos se aprontan para bajar. Al otro lado del pasillo, un hombre se calza unas botas marrones con unos ribetes de color, mientras habla animadamente con su compañero de al lado, ambos con un inglés de acento sureño. Ese personaje inmortalizado en la música country, el sombrero y las botas, que días más tarde vería hasta el cansancio por las calles de San Antonio. Estábamos en Texas.

La impaciente espera de pasar el tiempo sentados mientras bajan los de primera clase, y más impaciente aún, cuando esperábamos enfilados en el pasillo nuestro turno. Cada tanto, alguien para el tránsito para bajar una pesada valija del portaequipaje, acto seguido la fila debe atrasarse un par de pasos. No obstante, ninguna mala palabra, ningún improperio, ningún “apúrense”; al contrario, rostros sonrientes y amenos, dispuestos a ayudar al otro a bajar sus cosas de ser necesario. Seguimos adelante, las azafatas, los comisarios de a bordo y los pilotos, formados al lado de la puerta, con sonrisas de publicidad. Un “bye, thank you”, bajo del avión, camino por el puente y entro al aeropuerto. Sigo a la multitud, las prolijas y acertadas señalizaciones me fueron redundantes. A cada paso, esa sensación placentera de estar allí. De fondo, el ambiente aeroportuario. El proceso de adaptar mi oído al mundo angloparlante se vio obligado a comenzar.

Unos cuantos pasos más tarde, la multitud se va deteniendo en varias filas. Hay un orden preestablecido que todos parecen conocer. Los de más adelante empiezan a desnudarse de sus accesorios: se sacan cinturones, relojes, zapatos, billeteras, pulseras, cámaras de fotos. Ponen todo en una bandeja de plástico. También las carteras. Depositan la bandeja sobre una mesada de metal, y a su lado, hacen lo mismo con su valija de mano (si la tienen). Un policía del aeropuerto, instruye animada y amistosamente a los que estamos medio perdidos sobre lo que hay que hacer. Me llamó la atención, en Argentina no es común ver afroamericanos, mi mente enseguida lo asoció con uno de esos actores de las películas del cine hollywoodense. También me sorprendió la calidez y el buen humor con el que realizaba su trabajo, nada que ver a lo que estamos acostumbrados. En fin, Estados Unidos, Argentina, tenemos culturas diferentes ¿no?

Mis cosas en la bandeja, las empujo por la mesada hasta que se van solas por la cinta transportadora para que pasen por los rayos x, así los de seguridad se quedan tranquilos. Lo mismo hago yo, solo que por una especie de detector de metales tecnológico. Un cartel dentro del dispositivo dice que hay que situar los pies en los lugares marcados y levantar los brazos por sobre la cabeza. Dura un segundo y parece como si te escaneasen. Un guardia que estaba del otro lado me dice que salga, que está todo bien. Unos minutos más tarde, ya con mi cinturón puesto y mis otros accesorios guardados, continúo el recorrido. Todavía faltaba que me miren la visa.

Y así fue. Un salón enorme, una cantidad importante de personas haciendo fila en zigzag, como cuando se va a comprar entradas en el cine. Es el momento en el que uno quisiera ser “U.S. Resident” para pasar sin ser cuestionado (y sin hacer la fila). Habiéndome quedado rezagado, mis compañeros de vuelo estaban un poco más adelante, yo quedé en medio de unas señoras africanas. Un par apenas sabía hablar inglés. Tuve un intercambio furtivo de palabras con una de ellas. Entre mi oído que estaba tratándose de adaptar y el inglés de esa mujer que apenas era inglés, casi no pudimos comunicarnos. Algo de la visa, me dijo. Un rato después, discutía con un guardia porque no encontraba ese documento del que me había hablado. Sin embargo, la fila avanzó y me llegó el momento clave. Un muchacho un poco más grande que yo, rubio y bien norteamericano, dentro de un cubículo de vidrio, me hizo señas. Me acerqué, nuestra única manera de hablar era a través de un parlante circular a la altura de mi boca. Preguntas en inglés que si no eran rápidamente contestadas, eran repetidas en el mismo español de diccionario que había utilizado el piloto del avión. “¿Argentina?”, me preguntó al abrir el pasaporte. La pronunciación de la “t” sonó como una mezcla entre la misma “t” y la “ch”. Y así siguió preguntando. Que adónde iba, que cuánto tiempo planeaba quedarme. Básicamente un ping pong en spanglish de preguntas y respuestas.

Pasar esa instancia sin problemas, salir airoso, es igual a que el equipo de fútbol del que sos hincha gane un partido metiendo un gol sobre la hora. Superar el miedo a que no te dejen entrar al país por algún inconveniente con la documentación, brinda un alivio incomparable, y al mismo tiempo incomprensible, ya que en teoría si se está ahí es porque se hizo todos los trámites correspondientes antes de dejar el país de origen.

Radiante de alegría, proseguí el camino. Me desvié para hacer el transbordo al avión de cabotaje, tuve que subirme a un pequeño tren eléctrico que se encarga de llevar a la gente de una plataforma a otra, cual subte de Buenos Aires. Una voz femenina, por demás tranquilizadora, avisaba a qué terminal se estaba por llegar, y posteriormente lo repetía cuando frenaba. Travesía intrascendente, pero apasionante. Al bajar, mis ojos no dejaron escapar nada. Pasillos kilométricos, alfombrados, adornados por carteles luminosos rebosantes de publicidades. Gente sentada a la vera del corredor, con sus computadoras portátiles enchufadas, seguramente haciendo tiempo como yo (poco menos de tres horas en mi caso). Pequeñas estaciones para cargar el celular, sillones en los que se introduce un par de quarters (25 centavos americanos) y vibran, carritos vacíos para poner los bolsos, constantes señalizaciones, planos del lugar, todo eso franqueando el camino. Un ambiente plurilingüe, atisbé, además del inglés, español (de España y latinoamericano), portugués, chino (o para no incurrir en ningún error, más vale decir “oriental”), italiano. Cada tanto un “carrito de golf”, que se abría paso gritando educadamente “coming through, please make way”, sobre él, ancianos o gente muy cansada para caminar.

Más allá del pasillo, un hall rebosante de locales de comida rápida, restaurantes, lugares para tomar solamente café, tiendas de souvenirs, de libros, de música… un poco de todo. Nada que envidiarle a un centro comercial céntrico; lo único distinto, que la gente arrastra consigo valijas con rueditas y mochilas.

Después de tanto caminar, llego a la puerta por la que tendré que entrar para subirme al segundo avión, este mucho más chico. Me siento en una de las tantas butacas dispuestas en el salón. Frente a mí, tres militares, con el uniforme característico verde amarronado de camuflaje. El del medio, esposado de manos y pies, una fina cadena unía los dos pares. Nunca supe ni terminé de entender del todo la situación, ya que los dos que lo custodiaban parecían ser amigos del encadenado. Mi larga espera, la consumieron los capítulos de un libro.

Último asiento, de la última fila. Prácticamente al lado del baño. Mi compañero, un señor de unos 40 años, calvo, norteamericano. Como el avión parecía no arrancar nunca, comenzamos a hablar. Un inglés rápido y sureño, casi imposible de entender, más que nada porque mi oído seguía adaptándose. Mi plan de acción, asentir y sonreír, como los pingüinos de la película Madagascar (“Sonrían y saluden, muchachos, sonrían y saluden”). De a poco, igualmente, fue fluyendo la conversación. Me explicó que no avanzábamos porque seguramente el avión estaba esperando su turno en la pista, disertó sobre los diferentes tipos de aviones que tenía la empresa, los distintos motores que poseían y cosas por el estilo. El despegue no lo apaciguó. Siguió explicando sobre la función de los pequeños alerones que veíamos en las alas, a través de la ventanilla. Me contó que era ingeniero mecánico del aeropuerto de Houston y que ahora estaba viajando a su casa. Yo le dije que era de Argentina y que estaba viajando a Corpus Christi a visitar a mis tíos y primos. “¿Argentina, Buenos Aires?”, me preguntó, con el acento americano característico. Más adelante, a lo largo de ese vuelo de una hora, sacó un mapa y una brújula para mostrarme cómo era el recorrido que estábamos realizando.

Cuando aterrizamos y el avión se detuvo, estrechamos la mano como viejos conocidos y nos dijimos adiós. Bajamos por una escalera, luego de saludar a la azafata que nos había atendido, recibimos ese calor seco tan común de Corpus, recogimos los bolsos de mano, caminamos un poco por la pista y entramos al edificio del aeropuerto. No hace falta aclarar que este era mucho más chico que el de Houston, digamos que un poco más chico que Ezeiza, o por ahí nomás. Enseguida divisé a mi tía y a mi prima. Celebramos mi llegada en el primer What-a-Burger (un local de comida rápida exclusivo de Texas) con el que nos cruzamos.


Texas, finalmente, Texas. 

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