Un subte, una sonrisa y dos Plazas Italias
Hay algo sobre los subtes que siempre me resultan ser dignos de historias. Todavía no sé bien qué es, pero decididamente son unos misterios diarios y cotidianos por los que pasamos sin darnos cuenta, o atentos a otras cosas como el ser o no ser carne de cañón para los pungas. Los celulares, sin duda, son los destinatarios de gran parte de la atención, habiendo por allí algún metódico rebelde que rompe la armonía tecnológica con esas grandes tablets de papel que por alguna curiosa razón no consumen batería. Milagro de la edad contemporánea. Otros tantos (espero), como yo, no podemos leer cuando estamos en movimiento por un tema de mareos y demás, lo que nos ha costado horas y horas de tiempo perdido en largos viajes. Más bien, de lectura perdida. La respuesta, últimamente, la he encontrado en los podcasts; aunque todavía es muy pronto para dar un diagnóstico acertado.
Lo cierto es que la fauna y flora de los subtes es particular, hablando siempre de los de Buenos Aires, constantemente cambiante, porque no es lo mismo aventurarse entre las cinco y las siete de la tarde que hacerlo durante los últimos horarios de la noche. Lo que sí se repite es que en cada diferencia horaria y humana, existen pasajes que vale la pena retratar, al menos por escrito, como la que me pasó esta semana que pasó, que se fue y no regresará jamás.
La vida del posgrado va a ser dura, me dije en su momento hace un par de semanas. Claramente, estaba equivocado. O no. Lo duro es el viaje de ida y el viaje de vuelta a la ciudad de la furia, como la llamaba Cerati. Un respirar continuo en colectivos, subtes, bondis, subtes y combis, además del que te respira el humo de cigarrillo invariablemente en algún tramo de la ciudad. Fue en uno de estos viajes, el de las dos Plazas Italias, que sucedió. Una de esas sonrisas que se te quedan en la retina, en las más profundas “ocularidades”, como cuando pestañeás después de mirar fijamente a una luz y conseguís ver ese eco lumínico todavía presente, sin deseos de abandono.
Debo confesar, entre paréntesis, que soy uno de esos grandes admiradores de sonrisas y no precisamente de las galletitas, si no de esas que desnudando o no los dientes, son sin duda alguna la mejor decoración que un segundo de una vida puede tener. O dos, o tres, cinco, o una carcajada. He conocido a preciosas sonrisas bien argentas, algunas más cerca y otras más lejos de donde sonríe mi humilde sonrisa. Magníficas sonrisas en Chicago, Estados Unidos, de las cuales varias no eran precisamente estadounidenses (como la de mi jefe Mario, bien mexicano, cuando limpiábamos los pasillos de aquella excelsa universidad y repetía anécdotas en las que curiosamente siempre a alguien se le caía agua “all over the place”). Crucé el charco para descubrir la América de las sonrisas y me encontré, además, con otras varias. Una canina, de cuatro patas. Otra muy sabia, en la cima de la Catedral del Mar.
Ahora bien, hace no tanto sucedió que la vocecita que anuncia las estaciones del subte D resolvió que Plaza Italia estaba todavía muy lejos y se anticipó. Claramente, ante tamaña confusión, varios de los que en efecto íbamos hasta Plaza Italia nos detuvimos, inequívocos, a pensar: “¿De qué estás hablando, Willis?”. Porque las puertas se abrieron y no estábamos donde el subte nos decía que estábamos. Se ve que la pregunta colectiva que le hicimos a Willis se transmitió a mi cara de alguna manera indescifrable e incomprobable, salvo por la joven que estaba de pie frente a mí, del otro lado del vagón. Morocha, de negro, con uno de esos pompones blancos sujetándole el pelo, como para decirle a los conejos que hay vida después de la muerte. Un Valhalla en el que Odín no es más que una bella veinteañera con varios piercings y pinta de rebelde sin causa, con un bolso de Tommy Hilfiger.
Me vio y me regaló una sonrisa.
En la segunda Plaza Italia nos bajamos. Yo me fui para Plaza y ella, para Italia.
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