De la mano ‘muggle’ de Ginóbili y el Mago
Dos grandes historias, unidas por la pelota de básquet.
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Ya pasaron cinco años del 2012, cinco años de que se nos viniera encima el fin del mundo pronosticado por algún calendario. Día 1546 despúes del apocalipsis y seguimos acá, más viejos. Y después le echan la culpa de las noticias falsas a las redes sociales, o como Trump, a cualquier cadena de noticias que no patee para su lado. Más tiempo pasó desde que se estrenara la película “2012”, que trata sobre ese fin del mundo que no fue, en el 2009. Pero eso poco importa ahora.
El 2012 fue para mí uno de esos años que se te quedan clavados en la memoria por algún hecho fundamental y extraordinario. No porque se hayan descubierto tiburones híbridos en Australia, no porque los New York Giants hayan ganado el Superbowl, o porque detuvieran al mayordomo de Benedicto XVI por develar documentos secretos del Vaticano, bien como una novela de Dan Brown. Tampoco por el regreso de River a Primera o porque Arsenal de Sarandí se haya quedado con el Torneo Clausura.
Lo que me marcó a mí no fue nada de eso. Fue algo mucho más superior y trascendental, insondable desde cualquier ángulo desde donde se lo mire.
Ocurrió una noche a principios de julio en un bar de Palermo. Será que Dios o el Destino obran de maneras misteriosas, pero en aquel momento, entre la música y el gentío, no pude articular mucha cosa en mi mente cuando un amigo se me acercó y me dijo que la selección argentina de básquetbol estaba ‘in the house’. Más bien, en el VIP.
Para dar un poco de contexto a todo esto, porque no es que la Generación Dorada va de bar en bar por la vida, vale destacar que por esas fechas Argentina estaba en medio de una gira preparatoria previa a los Juegos Olímpicos de Londres 2012 (otro de los hechos que no me marcaron la vida). Result que ese fin de semana largo jugaron un cuadrangular en el Luna Park, y se ve que terminado el mismo se apersonaron para celebrar en el VIP de este bar en donde la casualidad me había puesto a mí también.
Igualmente, gran detalle, yo no estaba en el VIP. Y por supuesto mi capacidad económica en esa época no era tan magnífica (ahora tampoco lo es tanto) como para poder entrar al VIP. Lo más cerca que estuve de ingresar fueron los dos patovicas que muy amablemente me pidieron que me corriera.
Sin embargo, algo había que hacer. Sería imperdonable para mí y para mi descendencia si estando Manu Ginóbili en la misma sala no hubiera hecho nada para, por lo menos, saludarlo.
La cuestión es que, al no poder entrar a este lugar privilegiado, procedí a buscar una alternativa para llamar la atención de los jugadores. Es que los podía ver, porque la división (que separaba al VIP del resto de los mortales) era de un material transparente. El único problema era que esta suerte de valla contenedora de “los sueños del pibe” tenía cerca de dos metros de altura. Yo, el más alto de mi familia tipo, no llego ni al metro ochenta. No sirvo ni para los castings.
En fin, ante este aparente “conundrum” (del inglés, acertijo casi imposible de resolver), no me quedó otra que empezar a mover los brazos y encomendarme a Dios, Zeus, Thor, Murrup, y todas las deidades que se te ocurran. Gritar era inútil, por el volumen de la música.
Recuerdo que Prigioni me miró con cara de pocos amigos y eso fue lo más cerca que estuvo de registrar mi presencia. No obstante, si la NBA tiene algo de cierto es que es el lugar “where amazing happens” y fue el gran Manu Ginóbili el único que se acercó y me dio la mano. Literalmente cruzó el VIP para saludarme.
Fue un momento glorioso, de sensaciones indescriptibles, de sentimientos inalienables, inmensurables. De esos segundos que se transforman en eternidades, en anécdotas a prueba de balas que bien valen para llevártelas a la tumba. Yo sé que llegaré a viejo y les voy a vivir repitiendo a mis hijos y nietos sobre la vez que me saludó Ginóbili.
Para él seguro yo habré sido un loquito más. Para mí, el no lavarme esa mano por una semana. Mirando ahora para atrás, fue una locura. Pero bueno, la próxima vez le voy a dar la otra mano, porque la mágica es la zurda y con la que me saludó fue... la mano “muggle”.
El mago
Y todo esto me lleva a un recuerdo un poco más nuevo, de hace un par de semanas, también relacionado con el básquet.
Hubo un momento en mi vida, entre estos cinco años desde el fin del mundo, donde la regla N°32 de Zombieland me pegó fuerte: “Enjoy the little things”. Y eso me permitió discernir que no siempre se puede estar viendo partidos de NBA (en San Antonio o Dallas) o saludando a Ginóbili. Por eso, por ejemplo, es que fui a cuanto partido pude de los equipos universitarios de NPU, cuando estudiaba en Chicago (en un par de béisbol me quedó el culo hecho un cubito de hielo); y desde hace un par de años que voy bastante seguido a alentar al equipo de básquet del Rancho (el glorioso Club Atlético Pilar).
Ahí fue cuando conocí al Mago. Pero nuestro encuentro no fue como cuando Aragorn, Légolas y Gimli se topan con el Gandalf Blanco en el medio de Fangorn. No. No le voy a dar lugar a la hipocresía. La primera vez que vi al Mago jugar (algunos lo conocen como Leandro Hasenauer, una vez hasta lo rebauticé como Alejandro) erró todo. El destino iba a hacer que ahora lo tenga en un pedestal y sea mi jugador favorito del ámbito local. Cuando el Mago juega bien, los partidos son más fáciles, más parejos, o en el peor de los escenarios, no se pierden por tanto.
Al final, cinco años después de darle la mano “muggle” a Ginóbili, me saqué una selfie con el Mago. Y es todo un logro porque la foto anterior (a finales de 2016) no salió. En plena era de la información y de la tecnología, el celular quedose sin batería un segundo después de sacar la foto. Fue como la desilusión de ver que la foto no salió cuando ibas a revelar el rollo semanas o meses después de las vacaciones, pero casi en el momento. La instantaneidad contemporánea. El beneficio del que “todo sea ahora ya” disparándome por la culata.
Lo importante es que mi foto finalmente se consiguió. En este punto ya no resta más que decir: aguante Manu y aguante el Mago.
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