Vos dale gas nomás

En exactamente dos semanas marcho para Estados Unidos para no volver hasta dentro de cinco meses. Dos días atrás parecía que faltaba mucho. Ya no. Quizás es por eso, una añoranza anticipada por el país de origen, que tiendo a detenerme y apreciar ciertas cosas que pienso únicas argentas. Tras un gran letargo a causa de parciales, finales y período de descompresión cerebral tras superados los exámenes, es que vuelvo a poder leer ficción a placer y, poco a poco, a escribir. Aquí estoy.


Mañana de jueves, casi mediodía. El sol encendía el pavimento, las veredas y los metales de los coches. La exagerada imaginación, o no tanto, te lleva a pensar que probablemente puedas tostar sándwiches en el asfalto, hacer huevos fritos, escribir un libro de cocina callejera, participar en Top Chef. Aún así, varias personas hacían alarde de su resistencia climática y demostraban por qué el ser humano ha sobrevivido durante miles y miles de años… caminando bajo ese calor sofocante. Calor incomparable, de seguro, con aquellos de más al norte. ¿Pero a quién le importa lo que pasa más allá de la transpiración pegajosa de uno mismo en un día así?

Se preguntarán el porqué de mi odisea por el centro de Pilar, bajo los pesados e insoportables rayos de Febo, un día después de que River Plate saliera campeón de la Copa Sudamericana (sí, había un quiosco de diarios y revistas en una esquina con una bandera roja y blanca más grande que el propio quiosco), en pleno mediodía. ¿La respuesta? El gas no se paga solo. Y menos para aquellos que no tenemos intención de pagar el impuesto al gas importado o como se llame y nos amparamos en esa medida cautelar salvadora (hasta que la ley lo permita).

Estacioné en mi lugar de siempre. Como tengo un lugar de siempre en el shopping, que casi la totalidad de las veces me está esperando desocupado; también lo tengo en el centro, nunca lo dejo en otra calle. Es un lugar seguro, si todavía puede adularse el concepto de seguridad en este país, y en el que los tentáculos del estacionamiento medido no han llegado todavía. Mejor que mejor. Preferible caminar dos cuadras hasta la plaza que pagar cuatro pesos la hora.

Caminé por el ya conocido recorrido tratando de evitar ser atropellado por esos conductores que en algún momento olvidaron que el peatón es la prioridad. No obstante, calle sin semáforos es igual a tierra de nadie, cada hombre por sí solo. El calor agobiante tratando de convertirse en personaje principal de la historia. Un desubicado con la radio a todo trapo reproduciendo una repetición de los goles de River de la noche anterior. ¡Ay de mí!

Me detuve en el mismo quiosco en el que acostumbro en estas ocasiones para sacarle fotocopia a mi documento. Me acuerdo que la primera vez me pasó hacer toda la fila para que me faltara esa mismísima fotocopia. Santo remedio, no lo olvidé jamás. Al segundo que llego ahí, también es costumbre lamentarme por no tener cambio para pagarle exacto a la mujer que atiende. Pero eso no varía con el tiempo, ni mi memoria. Hay cosas que no cambian. Moraleja de la vida. Quizás deberíamos preguntarnos si el sentido de la vida no está en los quioscos, pagando dos pesos por fotocopias.

Salí y un par de pasos más tarde, destino frente a mí. La meca de todos aquellos fieles adoradores de la cautelar para no pagar el gas importado. Todos esos que prefieren perder una hora de sus vidas bajo calores horneados haciendo filas interminables antes que rendirse al poder y pagar cómodamente la totalidad de la cuota desde la computadora hogareña, bajo el abrazo placentero del aire acondicionado.

Dos filas. Una para el tema de la remoción del impuesto, la otra para finalmente pagar. La primera fila es atendida por tres personas, la restante por solamente una. Imaginarán cuál era la más larga que obligaba a la gente a quedarse parada afuera del local, a la intemperie. Algo me dice que la estrategia no fue bien pensada.

De las tres personas que atienden la primera fila hay uno que parece saber todo sobre el gas, otro que parece saber casi todo y uno último que parece recién haber terminado la secundaria. La cuarta persona, la que cobra, una mujer de unos treinta años, encerrada en una especie de pecera cuyo único contacto con los clientes es un pequeño agujero y un micrófono que funciona cuando quiere.

Mientras tanto, afuera del local, ya habiendo liquidado rápido el tema del gas importado, estoy yo. Detrás de mí, una madre de unos treinta y pico de años con tres hijos pequeños. No alcanzándole con su mini ejército de críos, la señora no tuvo mejor idea que pasar casi quince minutos hablando sin parar por celular con una amiga. Gran ejemplo para los pequeños. Sin contar la repetición hasta el cansancio de palabras como “boluda”, “mierda”, “hija de puta”… un amplio vocabulario. Piensen en dos mujeres hablando pestes de otra, por celular, y agréguenle todas las malas palabras que quieran. Aún así no alcanzarán a describir la situación. Háganlo ustedes porque si no le quita espacio y mérito a esta crónica.

Después de quince minutos de verborragia “femenina”, la mujer se dio cuenta de que tenía que ir al cajero porque no tenía plata. Como si fuese lo más normal del mundo dejó a sus tres hijos haciendo la fila. Dos nenes y una nena que apenas superarían los diez años. Hablemos de responsabilidad parental. Cero.

Por otro lado, otra señora coincidió con dos señores que el servicio “es una vergüenza”, que no se puede creer que haya solamente una persona cobrando. Comentarios a los cuales suscribo.

Ya adentro, tras media hora de fila, pasó el highlight de la matí. Un hombre calvo y algo excedido de peso, con camisa manga corta a cuadros y pantalón de vestir marrón oscuro, procedió a pararse al costado de una señora. Si alguna vez tuvo más sentido la expresión “haciéndose el boludo”, fue esta vez. El problema, el caos, se desató cuando avanzó la fila y el pelado tuvo la intención de colarse. Algo que la señora, en representación de las almas dignas y correctas de este mundo, no supo tolerar. Gritos, puteadas, todo el espectáculo. Una batalla perdida para aquel que quiso sacar ventaja. Nunca quieras hacerle eso a una mujer, que está pagando el gas, al mediodía, con treinta y pico de grados de calor. Nunca. Conclusión, el hombre, increíblemente se fue enojado porque no lo dejaron hacer de las suyas y se despidió de la señora diciéndole “felices fiestas” y no en el mejor tono festivo que uno supone en estas épocas.

A todo esto, un hombre se tropezó solo en la puerta y cayó al piso cual bolsa de papas. Lo que decoró más el ambiente caótico dentro del local. Mientras tanto, los espectadores pasivos de la batahola mirábamos de un lado al otro como si estuviésemos en la tribuna de un partido de tenis.
Al final pagué y salí sano y salvo. Eso no importa. Lo que sí, viví una vez más de primera mano una buena experiencia argenta. El quilombo, la avivada característica de nos, el fracaso monumental de la misma y la huida con la frente en alto pensando que teníamos todo el derecho, la burocracia somnífera, la madre que le presta más atención a la amiga por teléfono que a sus hijos…

Y el calor. Por suerte en Washington y Chicago, mi próximo destino, calor es algo que no voy a pasar. Aunque es ir de un extremo al otro. Estaré a la espera de una buena experiencia estadounidense.


No obstante, mientras tanto, vos dale gas nomás.   

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